martes, 15 de enero de 2019

Mirando al futuro

Después de 10 años (2008-2018) de acompañaros cada mes entre las páginas 6 y 8 de esta revista, han quedado en la hemeroteca de Quercus más de 100 artículos de divulgación de la ecología, la evolución y la conservación (y sus interacciones), dos libros que los compendian y un tercero en preparación. Ha sido un viaje fantástico que nunca esperé llegase a un destino tan lejano en el tiempo. Todo un placer para mí y espero que un poco también para vosotros.

En esta última entrega quisiera mirar hacia atrás, para resumir algunos de los temas que he abordado estos años, pero pretendo también mirar hacia adelante proponiendo cuestiones que los naturalistas y los ecólogos del tótem del toro tenemos pendientes para el futuro. Las propuestas tienen sentido sobre todo circunscritas al marco ibérico y europeo y probablemente lo sean en el futuro para los países ahora empobrecidos.

El día que vea llegar a los lobos desde el oeste peninsular hasta las tierras costeras del este me podré morir tranquilo. Tratan sin cesar de abandonar sus refugios históricos, pero seguimos impidiéndolo. Cambiar eso requiere astucia, visión de futuro y voluntad por hacer de este país la tierra de la reconciliación ecológica. (Autores: Foto-trampeo de Pilar Santidrián Tomillo y Alejandro Martínez-Abraín).  

1. Creo que debemos tratar de evitar con todo nuestro empeño la pobre visión de que todo lo que viene de fuera es sospechoso de ser malo. Esa visión tira de manera importante de nuestros instintos de rechazo a lo desconocido y tiene poco apoyo por parte de la información acumulada (1, 2). En la mayoría de los casos las especies que vienen de fuera no se naturalizan y muchas de las que lo hacen pueden contribuir a aumentar la riqueza local sin causar merma en la diversidad existente. Decir lo contrario es similar a caer en la falacia de que los trabajadores extranjeros vienen a quitarnos el pan o defender que los establecimientos americanos de comida basura han acabado con los restaurantes de cocina mediterránea. Sólo un puñado de especies recién llegadas causan problemas y esos problemas además muchas veces son de índole económica más que biológica. No es posible cerrar las fronteras al tránsito de mercancías y personas, así que tendremos que dedicarnos a abrir nuestras mentes a un mundo rápidamente cambiante, a un nuevo orden mundial. Las especies que triunfan no tienen biologías especiales para la invasión (la clave está en los huecos dejados por los ecosistemas invadidos) y además no hace falta ser exótico para resultar invasor. Algunas especies nativas son buenas invasoras también. Existe la invasión pero no el ser invasor. Cualquiera puede serlo dadas las circunstancias adecuadas. Es nuestra manera y ritmo de cambio de las cosas la responsable de que algunas especies invadan el terreno de otras. También es cierto que esas invasiones no duran eternamente o no pegan siempre con la misma fuerza que en las primeras fases, cuando pillan a todo el mundo por sorpresa. Nuestros ecosistemas no están saturados de partida (porque los nichos ecológicos se fabrican, no existen a priori) por lo que hay hueco para mucho recién llegado y muchas veces las especies nuevas reemplazan funcionalmente a especies extintas y ayudan a que los ecosistemas puedan perpetuarse, aunque la composición de especies haya cambiado.   
2. En aquellos casos en los que identifiquemos que una especie está siendo empleada como chivo expiatorio (sean lobos, abejarucos, focas monje o cigüeñas) normalmente habrá un colectivo humano en peligro detrás. La clave para acabar con la persecución de esas especies es mejorar el status de los colectivos humanos que las demonizan. Los pescadores, agricultores, ganaderos o apicultores que tengan problemas económicos, debido a complejos factores de índole socio-político o geo-estratégico, tendrán tendencia a buscar un culpable que esté a mano. El lucro cesante que ejercen esas especies es real pero es sólo la gota que colma el vaso, no la causa principal, pero es más fácil culpabilizarlas que localizar al responsable de Bruselas que ha promovido cierta política. Hemos de reconocer esta debilidad humana y tratarla con inteligencia y no con enfrentamientos o descalificaciones que nunca llevan a nada bueno, sino más bien a empeorar las cosas. Un dogmatismo no se cura con otro, sino con mano izquierda y astucia.
3. Los ecosistemas emergentes o noveles cada vez van a cobrar más peso en el conjunto de la biosfera. Lo mejor que nos puede pasar es que las especies demuestren ser muy plásticas y que sean adaptables a esos nuevos medios (3). En muchos casos eso es lo que sucede y debemos acostumbrarnos a convivir con esos medios. A fin de cuentas, todos los demás (los que llamamos “salvajes”) también tienen la mano humana detrás en mayor o menor grado, aunque no lo queramos ver.  
4. Las especies de espacios abiertos y de pequeño tamaño son las perdedoras de nuestro tiempo. Se vieron beneficiadas cuando se talaron los bosques y cuando las especies grandes eran escasas. Ahora que se expande la superficie forestal y que las antaño amenazadas especies grandes se recuperan, las pequeñas lo tienen difícil. Habrá que garantizar su persistencia, aunque sea con cifras mucho menores que las que tuvieron. La gran tragedia de nuestro tiempo es la pérdida de millones de insectos, de millones de fringílidos y aláudidos, de millones de tórtolas y codornices. Ahora es el tiempo de los páridos y los pícidos, de los tejones, las martas y las garduñas, de los azores, los jabalíes y los corzos. 
5. La fauna nos pierde el miedo y cada vez estará más cerca de los respetuosos urbanitas del siglo XXI. Cada vez será menos patente la frontera entre lo urbano y lo salvaje. Eso nos permitirá disfrutar de la fauna de manera más cercana pero también nos traerá nuevos desafíos de convivencia que no hemos visto en siglos.  
6. Tenemos la oportunidad de convertir este país nuestro en el país de la reconciliación ecológica, dentro del marco europeo (4). El reciente atraso económico, junto al lejano efecto de las glaciaciones, han hecho de Iberia un refugio de fauna silvestre que ahora comienza a valorarse en su justa medida por el conjunto de la sociedad. Ahora que se recuperan osos, linces, buitres y grandes águilas, delfines y ballenas, cada vez tendrá más tirón el turismo de naturaleza que se puede convertir en una importante fuente de empleo verde. La fauna además podrá contemplarse con facilidad en el entorno de ciudades y pueblos reconvertidos al pastoreo de la biodiversidad, como ya pasa en los que han adoptado a los osos como emblema.
7. En el plano científico debemos abrir nuestras mentes a los emergentes mecanismos de la evolución biológica y fusionar estas visiones con la ecología. Es buen síntoma que a buena parte de los naturalistas les parezca positivo que los lobos italianos puedan llegar a cruzarse con los ibéricos, mirando por el bien de la especie por encima de la preservación de los morfos a menudo encumbrados bajo el apelativo de “subespecie”, como si éstas fueran garantía de nuevas especies en el futuro, en lugar de anécdotas biodiversas de la deriva genética. De hecho, el modelo neodarwinista, de lenta acumulación de pequeños cambios, como mecanismo de la especiación, cada vez está más desbancado a favor del papel primordial de los genes saltarines, la epigenética, la activación de secuencias reguladoras, la poliploidía, la hibridación o la evo-devo como mecanismos de cambio relativamente rápido.  La ecología podrá salir de su actual atasco de progreso conceptual si se deja  invadir por toda esta panoplia de revoluciones en el pensamiento evolutivo y si en general hibrida ella misma con otras ciencias. Por otro lado habría que revertir la tendencia actual que trata de alejar a la ciencia de la ecología del empirismo y del contacto directo con la naturaleza (5). En parte esto nos llevaría también a prestar más atención a verificar o validar los resultados proporcionados por los modelos predictivos de cambio global. Unos resultados por regla general bastante apocalípticos que anuncian un fin del mundo que afortunadamente se empeña en no llegar.  
8. Los mapas del futuro no sólo nos contarán dónde están las especies ahora sino dónde van a estar, no ya sólo por las previsiones del calentamiento global sino por las previsiones del abandono de los refugios históricos en los que se encontraba confinada la fauna debido a la persecución humana. Necesitamos mapas de adecuación del hábitat en los que se dibuje la probabilidad de acoger a una u otra especie en lugares donde actualmente no están (lugares actualmente no protegidos), no porque los sitios sean malos sino porque no ha sido posible llegar hasta ellos hasta ahora.
9. No hemos de temer reconocer que la naturaleza no funcione como nosotros imaginamos que debiera comportarse, sino de una manera mucho más resistente y resiliente. Conservar la naturaleza no pasa por ocultar su flexibilidad. Son buenas noticias que los pingüinos sean capaces de criar sobre una isla de plástico, que los lobos sobrevivan con la basura de los vertederos, que las golondrinas dáuricas vean en los viaductos unos acantilados inexpugnables, que las águilas perdiceras o imperiales puedan criar sobre eucaliptos, o que los cernícalos primillas cacen de noche a la luz de las focos que atraen a los insectos nocturnos en la Giralda hispalense, como hacen también los vencejos reales bajo las luces de la Acrópolis ateniense. Desde luego no son buenas noticias que haya islas de plástico o vertederos incontrolados o que el paisaje se eucaliptice sin orden ni concierto, pero la capacidad de la fauna salvaje para usar esos ambientes generados por nuestra actividad es garantía de su persistencia a largo plazo, mientras conseguimos vivir de una manera más adecuada, sostenible y solidaria. Las especies que ahora vemos proceden del tiempo profundo y han pasado por mil avatares selectivos que las han hecho ser mucho más duras de pelar de lo que parece a primera vista.
10. En general el camino de nuestro avance como seres humanos pasa por conocernos mejor (6). Por conocer mejor la naturaleza humana. Por identificar nuestras debilidades y vulnerabilidades. Saber quiénes fuimos y quienes somos: versiones domesticadas del Homo sapiens que sin embargo conservan muchas características del humano paleolítico en plena modernidad. Y sobre todo pasa por conocer mejor nuestro cerebro, pues toda nuestra “realidad” se genera allí.

Agradecimientos

Carlos Herrera, Daniel Oro, Rafael Serra, Juan Jiménez y Pilar Santidrián revisaron un borrador de este artículo. A todos ellos mi enorme agradecimiento por tantos ratos de complicidad e inspiración compartida.

Referencias
(1)   Kareiva, P., Marvier, M. & Silliman, B. 2018. Effective conservation science: data not dogma. Oxford University Press, New York.
(2)   Martínez-Abraín, A. & Oro, D. 2013. Preventing the development of dogmatic approaches in conservation biology: a review. Biological Conservation 159: 539-547.
(3)   Martínez-Abraín, A. & Jiménez, J. 2016. Anthropogenic areas as incidental substitutes for original habitat. Conservation Biology 30: 593-598.
(4)   Rosenzweig, M. L. 2003. Win-win ecology: how the Earth’s species can survive in the midst of human Enterprise. Oxford University Press Inc., New York.
(5)   Ríos-Saldaña, C., Delibes-Mateos, M. y Ferreira C.C. 2018. Are field work studies being relegated to second place in conservation science? Global Ecology and Conservation 14: e00389.
(6)   Damasio, A. 2010. Y el cerebro creó al hombre. Black Print CPI, Barcelona.



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Manual de malas prácticas


En esta penúltima entrega del Detective Ecológico quiero analizar el caso de las malas prácticas en conservación. Repasaré críticamente algunas cosas que se hacen y que creo que no se deberían hacer y también al contrario, visitaremos algunas medidas que no se hacen y sin embargo se deberían hacer, para conseguir una conservación más eficaz y eficiente de poblaciones y especies.
Descastes y descartes

Aunque se ha demostrado por activa y por pasiva que el control masivo de gaviotas (matando adultos o eliminando puestas y pollos) (1) no funciona a largo plazo para reducir la tasa de crecimiento de las poblaciones, aún es un método que se practica en nuestro país. Recientemente en Ibiza para más señas. La experiencia acumulada prueba que las poblaciones de gaviotas patiamarillas disminuyen en cuanto no tienen acceso a sus fuentes más habituales de alimento: basura o/y descartes de la pesca de arrastre (2). Empecinarse en regular las poblaciones de gaviotas matándolas en masa a tiros o envenenándolas no tiene pues justificación científica y sólo puede entenderse como una vía rápida de aplacar quejas sociales, aunque generando otras nuevas. Las gaviotas cuentan con mecanismos demográficos de amortiguación de ese impacto. Pueden dirigirse a otras colonias ante la amenaza (trasladando el problema simplemente) o pueden comenzar a criar a una edad más temprana de lo habitual o poner puestas más grandes al verse reducidas las presiones demográficas. El caso es que o estamos matando gaviotas sin freno año tras año o sólo ponemos un parche temporal al problema, pues la situación de partida no tardará en volver. Por otro lado la dinámica poblacional a largo plazo de las especies a las que se pretende defender de la competición/depredación de esta gaviota generalista suele ser más dependiente de otros procesos (como el avance de la sucesión ecológica, cambios en el uso del hábitat o en la disponibilidad de alimento) que de la propia gaviota.

Maqueta de marsopa (Phocoena phocoena) en la casa do mar de Mera (Oleiros), A Coruña. Las poblaciones mediterráneas de esta especie, que sobrevive en números bajos en el Atlántico ibérico, fueron extinguidas hace mucho en el Mediterráneo, pero nadie se acuerda de esta “vaquita” en grave estado de conservación. Foto del autor. 
Por otro lado, defender la bondad de los descartes para el bien de las aves marinas es otra manera de errar pues se pretende mantener una mala explotación de los recursos pesqueros porque las aves marinas comen lo que se desperdicia. Esto equivale a decir que hay que conservar los vertederos de residuos sólidos al aire libre porque las cigüeñas se han acostumbrado a usarlos. Las gaviotas en primer lugar no “dependen” de los descartes ni de la basura. Ese no es el verbo más adecuado. Los usan si están disponibles (empleando la principal ley que rige el cosmos: la del mínimo esfuerzo) pero depender significa no poder vivir sin ellos. Las pardelas baleares tampoco dependen de los descartes. Simplemente los usan en gran medida si están disponibles. En concreto extraen de ellos el 41% de sus requerimientos energéticos que sepamos (3) pero si no estuvieran se verían forzadas a pescar más. La optimización de la pesca de arrastre repercutiría a la larga en la recuperación de pesquerías dañadas o desaparecidas lo que a medio y largo plazo se traduciría en mayor comida disponible para ser pescada por pardelas y gaviotas. Eso sí, no se trata de que los descartes se escondan debajo de la alfombra tras ser generados (en lugar de tirarse al mar) sino de que no se generen, empleando las mejoras técnicas que sean necesarias. Seguir pescando abusivamente y además no facilitar el acceso de las aves a los descartes es simplemente un absurdo.

Especies elegidas y especies olvidadas
Otro error habitual de las políticas de conservación es adoptar especies favoritas a las que se dedican todos los esfuerzos, olvidándose del porvenir de muchas otras. Un caso curioso es el de las marsopas (Phocoena phocoena) extintas en el Mediterráneo. El mundo dedica mucha atención (y con razón) a hablar de la amenazadísima vaquita marina (Phocoena sinus), pero pocos se acuerdan por desgracia de que nuestras “vaquitas” desaparecieron hace tiempo del Mediterráneo, quitando de esporádicas observaciones y algunos varamientos. En el Atlántico ibérico sobrevive una pequeña población cifrada en unos 300 individuos, sobre todo entre las Rías Baixas gallegas y Portugal, aunque también está presente en las Rías Altas. En Galicia se las conoce como toniñas o toliñas, que querría decir algo así como “locuelas”, al menos en el segundo caso. Un ejemplo más. ¿Quién habla de recuperar en Iberia al misterioso torillo andaluz (Turnix sylvaticus) por ejemplo? Puede que ambas especies (torillos y marsopas) estén condenadas al olvido por mor de no ser grandes y atractivas, al contrario que los rorcuales o las avutardas.

Especies innobles
Por el contrario de otras especies sí nos acordamos pero para considerarlas especies de segunda, malas, plaga, pestes o similar, cuyo mejor destino es la extirpación. Estos odios suelen ir dirigidos hacia las especies que realizan invasiones (no por sus características propias sino por las propiedades de los ambientes y comunidades que permiten esa invasión) (4) ya sean éstas nativas o no nativas. Un ejemplo de especie nativa que invade es la gaviota patiamarilla (como hemos dicho facilitada por la actividad humana que la subsidia con comida suplementaria) o el jabalí (facilitado por el abandono del mundo rural y la consecuente expansión de los bosques). Un ejemplo de especie alóctona que invade es la cabra doméstica asilvestrada de la que se han llegado a decir cosas, en esta misma revista, como que son peores que el asfalto. Las cabras pueden causar daños muy aparentes sobre la vegetación pero que sepamos no provoca extinciones, como sí son atribuibles al asfalto o al hormigón que puede acabar con el banco de semillas de especies de distribución localizada, como ocurrió por ejemplo con varias especies de saladillas endémicas del género Limonium en el antiguo Prat de Magaluf en Mallorca. Además las plantas tienen defensas frente a la herbivoría, ya sean químicas o físicas, controladas por complejos mecanismos genéticos y epigenéticos, que garantizan su persistencia en el tiempo. Especialmente si se trata de una isla donde ha habido herbivoría por parte de mamíferos durante la friolera de 5 millones de años. Tal cual se encuentra el campo desde el abandono del rural si no existieran las cabras habría que inventarlas (o sustituir su papel) para restarle biomasa al monte y evitar con ello la pérdida de especies amantes de los espacios abiertos y reducir el alto riesgo de incendios de gran extensión. Bien empleadas las cabras pueden ser una herramienta muy valiosa de manejo conservacionista y tratar de gestionarlas con la meta de erradicarlas es no sólo poco realista sino que representa la pérdida de un posible aliado. Conste que no hablo aquí del caso de los pequeños islotes, más vulnerables, por cuestión de superficie y aislamiento, a cualquier impacto. En general, no hay especies buenas ni malas. Son nuestras actividades las que generan las condiciones adecuadas para que nos puedan resultar más o menos problemáticas, bajo determinadas circunstancias. Lo más práctico suele ser cambiar esas circunstancias, aunque sea más costoso o requiera coordinar a distintos departamentos de una misma administración o a varias administraciones públicas. El resultado será duradero.

Si hay un animal innoble ese es la rata. En gran medida el rechazo que le procesamos viene de su asociación con su papel histórico como portadoras de los vectores de la peste negra. Pero ¿y si no fuera así? Algunos estudios sugieren que las pulgas de las ratas no tuvieron nada que ver con la expansión de la pandemia de peste bubónica, sino que los culpables fueron los propios parásitos humanos, entonces tan comunes dadas las malas condiciones de higiene. Otros estudios sugieren que los reservorios eran las bonitas marmotas y los hermosos gerbos y no las feas ratas (5). Acierten o no estos estudios el caso es que nos hacen dudar de uno de los dogmas más asentados en nuestra cultura en cuanto a nuestra relación con el reino animal. Lo que pretendo evocar en la imaginación del lector es que conviene dudarlo todo y alejarse de las posturas de total seguridad a la hora de intervenir. Diría que por regla general vale más maña que fuerza y que es conveniente tener estudios piloto a pequeña escala para valorar lo adecuado de trabajar a escalas mayores. Es decir, proceder con cuidado y siempre con el miedo a equivocarnos (a obtener resultados imprevistos o indeseables) por delante (1). Ego scio me nihil scire.  Casi olvidaba decir que lo que sí es siempre una buena idea, puestos finalmente a intervenir a gran escala, es tener bien documentada la situación de partida antes de hacer nada, de modo que después se pueda evaluar debidamente la efectividad de las actuaciones que se lleven a cabo. Así que la mejor manera de cambiar las cosas es empezar levantando cuidadosa acta de lo que hay ahora.

Referencias
(1)  Martínez-Abraín y colaboradores. 2004. Unforeseen effects of ecosystem restoration on yellow-legged gulls in a small western Mediterranean island. Environmental Conservation 31: 219-224. 
(2)  Steigerwald, E.C. y colaboradores. 2015. Effects of decreased anthropogenic food availability on an opportunistic gull: evidence for a size-mediated response in breeding females. Ibis 157: 439-448.
(3)  Arcos, J.M. y Oro, D. 2002. Significance of fisheries discards for a threatened Mediterranean seabird, the Balearic shearwater Puffinus mauretanicus. Marine Ecology Progress Series 239: 209-220.
(4)  Martínez-Abraín, A. 2017. ¿De profesión invasora? Quercus 375: 6-7.
(5)  Schmid, B. y colaboradores. 2015. Climate-driven introduction of the Black Death and successive plague reintroductions into Europe. Proceedings of the National Academy of Sciences 112: 3020-3025.

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jueves, 25 de octubre de 2018

¿Por qué fracasa la educación ambiental?

Aunque no suela admitirse, la relación entre esfuerzo invertido y resultados obtenidos ha sido muy poco provechosa en materia de educación ambiental. Muchos profesionales han llegado a jubilarse tras constatar que sólo han conseguido llegar a un puñado de personas de manera efectiva tras mucho esfuerzo invertido. Pero, ¿por qué ha sido así?

Al parecer, no es un problema exclusivo de la educación ambiental española, sino un patrón generalizado que se repite en todo el mundo. Las causas están identificadas. Lamentablemente, unas son más fáciles de atacar que otras, pero hay espacio para mejorar mucho. Veamos cuáles son los principales fallos que los expertos han identificado (1).

El problema no es la falta de información
Saturar a la gente con información, hechos, estadísticas, datos y gráficas no parece ser una buena estrategia. Puede servir para los que ya forman parte de los convencidos, pero no para los demás, que son el objetivo principal. La clave del triunfo no es la cantidad de información, sino saber dar con el modelo mental que emplean las personas a las que nos dirigimos.

La audiencia no comparte tus valores
Saber qué valores comparte el grupo con el que estamos trabajando es fundamental. Conocer sus ideales, y hasta sus inclinaciones políticas, es esencial para crear mensajes a medida y que toquen la fibra sensible. Por ejemplo, las campañas para colectivos conservadores no pueden seguir la misma estrategia que aquellas dirigidas a gente más liberal.

Las nutrias usan este tramo fluvial urbano degradado paisajísticamente al máximo. Sin embargo la zona ofrece comida abundante y zonas impenetrables donde poder refugiarse. Esto debería hacernos pensar sobre nuestra manera de ver la naturaleza y la manera en la que la ven sus habitantes (Foto del autor). 

Meter miedo es una mala opción
El movimiento ambientalista ha abusado de los mensajes apocalípticos: plantas y animales que se extinguen, ecosistemas que amenazan con el colapso, impactos irreversibles para la salud, especies foráneas que vienen a acabar con todo. Esta estrategia genera rechazo social, pues la gente siente que ya no tiene nada que hacer para mejorar las cosas y simplemente tira la toalla porque es demasiado tarde.
Suele ser más efectivo mirar las cosas desde otro prisma, de manera que el receptor sienta que tiene la posibilidad de hacer algo positivo (2). Podrían destacarse rasgos como la resiliencia de los ecosistemas, en lugar de enfatizar la parte más negativa de los cambios. El caso es generar esperanza, el motor de lucha del ser humano, en lugar de hundir a la gente en la depresión. Insistir en los puntos positivos no es mentir ni ocultar información o sesgar las evidencias. Sólo conocer cómo funciona el cerebro humano, siempre ávido de aliento.

Distancia psicológica
Muchas veces el fracaso viene de la mano de la distancia psicológica al problema en cuestión. Lo que pasa en el Ártico o en la Amazonia queda lejos a mucha gente. Los problemas cercanos se entienden mejor. Una buena estrategia es ir de lo cercano a lo lejano, de lo particular a lo general. Si queremos que alguien se interese por la historia de Roma lo mejor es empezar por el pequeño yacimiento romano de nuestra comarca y generar interés. El paso a lo más general y distante llegará solo. Del mismo modo, si nos interesa el calentamiento global, la capa de ozono o la extinción de especies, la mejor manera de resolver estos problemas es fijarse objetivos menos ambiciosos y más cercanos, que preparen la conciencia para asuntos de mayor calado.

Los grandes números no funcionan
Según se desprende de los estudios realizados, la gente parece bastante insensible a los grandes números. No se consiguen mejores resultados cuando usamos los registros más llamativos de atropellos o de temperaturas en aumento. Al contrario, triunfa por goleada el interés social por el salvamento de individuos concretos o grupos familiares. Todos reaccionan mejor cuando pueden personalizar el problema y sentirlo cercano. Aunque el objetivo no sea salvar a un individuo particular, escogerlo como protagonista es un viejo truco cinematográfico que funciona. Desaparecen los anónimos problemas de los indígenas de Brasil, para convertirse en las circunstancias particulares de una persona de carne y hueso, que podría ser incluso nuestro propio hijo. Lo mismo vale para una especie animal. Seguramente algunos relatos protagonizados por nutrias en el Reino Unido han hecho más por su conservación que muchas campañas institucionales (3).

Cambio de conciencia
Los expertos insisten en que la meta final no radica en cambiar la actitud de la gente ante determinados problemas, sino en lograr un auténtico vuelco global de su conducta, un cambio de raíz que tenga consecuencias transversales ante distintos problemas ambientales (1). Ese cambio de conciencia es necesario para que lo que sin él se vive como una pérdida de comodidad o un esfuerzo extra pase a vivirse como una satisfacción o un placer que bien compensa los pequeños sacrificios. Para conseguirlo funciona mejor el refuerzo positivo que el castigo. Ofrecer recompensas es siempre bienvenido. Premiar es mejor que multar. La empatía es una fuerza poderosa en una especie tan social como la nuestra y ha de explotarse, aunque también tenga sus límites. Luchamos contra fuerzas poderosas como la propia estructura de nuestro cerebro. La selección natural nos ha hecho cortoplacistas. Hemos evolucionado pensando en sobrevivir en el presente, que ya era bastante. Civilización tras civilización hemos vivido explotando los recursos locales hasta el agotamiento y después colapsando. Es sólo que ahora no hablamos de los recursos locales sino de los planetarios. De alguna manera habrá que conseguir cambiar el chip mental ante las nuevas dimensiones del problema al que nos enfrentamos. Por ejemplo, debemos aprender a pensar que la solución seguramente deba pasar por el enriquecimiento de los países pobres o empobrecidos por los ricos. Es bien sabido que la riqueza lleva directamente al control poblacional espontáneo. Más riqueza para ellos podría compensarse disminuyendo la nuestra y buscando un punto intermedio de equilibrio. Para llegar a eso hace falta un grado de concienciación muy importante que afecte no sólo a los gobiernos o grandes compañías sino al individuo. Esa es la garantía de que el cambio sea permanente y no sujeto a modas.  Puede que estemos pensando en un tipo de ser humano que no existe y que no existirá nunca. Cambiar la naturaleza humana por medio del raciocinio y la cultura no es nuestra especialidad. Pero si queremos evitar el camino de todas las civilizaciones que nos han precedido deberíamos intentarlo al menos.

Con la verdad por delante
Añadiría que es un error ocultar la verdad, pensando que así se alcanzan mejor los objetivos de conservación. En su conjunto, la gente es más inteligente de lo que pensamos. Reconocer que los orangutanes pueden vivir en las plantaciones de aceite de palma, y no sólo en las selvas prístinas, no equivale a un cheque en blanco para promocionar la expansión de tales cultivos. Simplemente transmite un mensaje de esperanza al constatar la plasticidad de la especie, su tolerancia y adaptabilidad. El hecho de que las nutrias toleren aguas con cierto grado de contaminación y se alimenten de especies exóticas no significa que puedan contaminarse los cursos fluviales o fomentar la presencia de cangrejos rojos americanos. Al contrario, puede animar a que muchas personas vean que la supervivencia de las nutrias es viable si se trabaja por ellas.

Abusar de las amenazas de extinción se vuelve contra nosotros cuando las predicciones no se cumplen dentro de los plazos previstos. Igual que quedan desprestigiados los agoreros que pronostican el final del mundo cada cierto tiempo. A la larga, decir la verdad es siempre la mejor opción. Es preferible tratar a las personas como los adultos que son y no intentar sobreprotegerlas con verdades a medias. Ante todo, hay que recordar que lo que tratamos de transmitir son sensaciones y sentimientos y que la cercanía geográfica y psicológica son los mejores vehículos para alcanzar con éxito esas metas. Po último añadiría que debemos liberarnos del peso que las religiones occidentales han puesto sobre nosotros como especie  mala y elemento artificial de la naturaleza. Eso ha conseguido exitosamente que no veamos al resto de la naturaleza como un problema propio, que nos afecta de lleno al ser parte de ese todo. Los volcanes no son malvados por lanzar a la atmósfera toneladas de CO2. Los icebergs no son juzgados como malignos a pesar de que destruyen a su paso enormes superficies de fauna béntica en la Antártida al desplazarse, al estilo de un barco arrastrero de proporciones gigantescas. Sin embargo si lo hacemos nosotros somos execrables. La diferencia sólo estriba en que nosotros no tenemos la capacidad de controlar al volcán pero sí a nosotros mismos y es inteligente hacer lo que uno pueda por garantizar su pervivencia. Pero sin necesidad de colgarnos sambenitos de malvados. Eso no ayuda nada y además es mentira.  Las culpas y los pecados son ministerio de otros que han sabido emplearlos hábilmente para tenernos bien atenazados a través de la historia. Así que superémoslo de una vez. 
  
Bibliografía

(1) Masuda, Y.J. (2018). Science communication is receiving a lot of attention, but there’s room to improve. En Effective conservation: data not dogma,115-120. P. Kareiva y otros editores. Oxford University Press. New York.
(2) Knowlton, N. (2017). Doom and gloom won’t save the world. Nature, 544: 271. Disponible en DOI:10.1038/544271.
(3) Williamson, H. (1927). Tarka the otter. Penguin Books. Harmondsworth (UK).
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viernes, 12 de octubre de 2018

Geo-bio revisitado

En el número 338 de Quercus, publicado en abril de 2014, dediqué una entrega de esta serie a analizar las interacciones entre geología y biología. Es un tema al que he seguido dándole vueltas en la cabeza y con el tiempo he acumulado nuevos ejemplos de cómo muchas veces geo y bio no pueden entenderse de manera aislada, sino en conjunto.

Saber un poco de geología es una de las cosas que más pueden enriquecer a un biólogo o a un naturalista. La vida emergió y emerge de lo inanimado, y a su vez lo inanimado se ve influido por la vida. Comprobar cuán íntimamente se relacionan ambos mundos es una enorme satisfacción. Donde más claramente se aprecia este vínculo es en el papel decisivo que juegan las plantas para preservar el agua del planeta.

Fotosíntesis y ciclo del agua
Nos suelen enseñar el ciclo hidrogeológico como algo al margen de la vida, y la fotosíntesis como algo ajeno al ciclo del agua. Sin embargo, ambos procesos están muy relacionados. La radiación ultravioleta de alta energía que nos llega desde el sol tiende a descomponer las moléculas de agua en mares y lagos, de modo que el oxígeno liberado acaba por oxidar todo lo que encuentra a su paso, ya sean rocas ricas en hierro o a los propios animales. También se acumula en forma de ozono cuando ya está todo oxidado. El hidrógeno, por su parte, es más ligero y acaba por perderse en el espacio, fuera de los límites de la atmósfera. Desde que la Tierra obtuvo sus mares, una adquisición en la que primero intervinieron los asteroides y luego la actividad volcánica, no ha dejado de ir perdiéndolos lentamente. Un proceso idéntico al de otros planetas sólidos de nuestro sistema solar, como Marte o Venus, donde no queda ni gota de agua.

Lago de Enol, en los Picos de Europa (Asturias). La formación de nieve y granizo está relacionada con la actividad de bacterias del género Pseudomonas, un claro ejemplo de interacción entre la vida y el ciclo hidrogeológico del agua. (Foto del autor). 
La diferencia entre la Tierra, Marte y Venus es que en nuestro planeta los ancestros de las cianobacterias inventaron la fotosíntesis. Gracias a ella, las moléculas de agua se escinden y es tal la cantidad de oxígeno que se desprende como subproducto que el hidrógeno que hay en la atmósfera, debido a la acción de la radiación ultravioleta, acaba combinándose de nuevo con oxígeno para formar agua. Un agua que, convertida en lluvia, compensa la pérdida que sufren los mares (1). De alguna manera podría decirse que la fotosíntesis lo es todo para la vida en este planeta. No podría ser de otra manera, ya que la vida se ha desarrollado en la Tierra de acuerdo con la cantidad de oxígeno que ella misma ha generado sin querer. La única excepción son algunas formas vivas anaerobias, como las bacterias fijadoras de nitrógeno, que son relevantes reliquias de los tiempos anteriores a la fotosíntesis y pobres en oxígeno.

A decir verdad, la acumulación de oxígeno en la atmósfera no se entiende sin la participación de la gea. Aproximadamente todo el oxígeno que se libera a través de la fotosíntesis es luego consumido por parte de plantas y animales en sus procesos de respiración celular. Eso hace que la concentración de oxígeno se mantenga más o menos constante en la atmósfera. Por tanto, en algún momento de la historia tuvo que pasar algo que permitió al oxígeno acumularse masivamente en una atmósfera primitiva rica en nitrógeno. Algo que evitase la respiración, o sea, la combustión de materia orgánica. Uno de aquellos eventos tuvo lugar en el Carbonífero, hace unos 300 millones de años, cuando las plantas colonizaron la tierra firme y se expandieron como locas. Aquellos bosques de helechos gigantes y cicadales acabaron enterrados por procesos geológicos sin que llegaran a descomponerse. De hecho, no existían aún las bacterias capaces de descomponer la compleja lignina. El resultado fue lo que ahora llamamos “carbón”. Se ha calculado que la concentración de oxígeno en la atmósfera terrestre durante el Carbonífero llegó a ser del 33%, mientras que ha ido disminuyendo desde entonces hasta el 21% actual.

Bio-precipitación
Pero la interacción geo-bio no se limita a evitar la pérdida de agua. Al parecer, el granizo y la nieve dependen en gran medida de la actividad de ciertas bacterias para formarse. En unos pocos milímetros del núcleo de una bola de granizo puede haber miles de bacterias. Concretamente, la bacteria Pseudomonas syringae alberga en su superficie una proteína que provoca un tal ordenamiento de las moléculas de agua que logra congelarlas a temperaturas más altas de lo normal. Con ello, estas bacterias obtienen una ventaja vital, dispersarse a largas distancias, por lo que se cree que no es una estrategia azarosa, sino que ha evolucionado por selección natural.
La actividad de las bacterias parece estar también detrás de la lluvia que cae sobre los bosques. Las nubes no sólo se forman mediante evapotranspiración de la cubierta vegetal, sino gracias a aerosoles de bacterias que son elevadas por las corrientes térmicas.

Las plantas y el relieve kárstico
En este sentido conviene recordar que los famosos relieves kársticos no son sólo resultado de la actividad erosiva del agua. El pH del agua de lluvia es sólo ligeramente ácido, pero se recarga de acidez al atravesar el perfil del suelo y entrar en contacto con los ácidos húmicos que producen los vegetales en descomposición. Una vegetación que ha podido desarrollarse gracias a la erosión de la roca madre causada por líquenes y musgos, aparte de los agentes meteorológicos. Todo esto significa que, cuando vemos las caprichosas formas de la Ciudad Encantada de Cuenca o de La Pedriza madrileña, hemos de recordar que casi todo aquello se formó bajo el suelo. Aquel suelo que antaño cubría las rocas rellena ahora antiguas depresiones o fue arrastrado por los ríos hasta el mar. Es difícil imaginar tal pérdida de suelo, pero es lo que provoca el efecto acumulado durante milenios del pastoreo, la tala y el fuego.

Ya que hablamos de relieves kársticos, una de sus principales características es la formación de ríos subterráneos. Aquellos antiguos cursos fluviales los vemos ahora colgados en las grandes paredes de las montañas calizas, en forma de bocas de galerías y cuevas. Me pregunto si alguien se ha planteado la posibilidad de que en la formación de estalactitas y estalagmitas haya participado alguna bacteria que acelere el proceso de deposición de carbonatos, como antes decíamos que ocurre con la lluvia, el granizo y la nieve.

La productividad marina y los desiertos
Debido a la circulación global marina y de las masas de aire, en las costas occidentales de los continentes se crean zonas donde afloran aguas del océano profundo. La irrupción en superficie de aguas frías del fondo marino hace que el aire que se dirige hacia tierra firme sea pobre en humedad. Además, la circulación de las células de Hadley hace que en las latitudes donde se dan afloramientos marinos el aire que se elevó desde el ecuador llegue ya seco, después de haber descargado toda su humedad en los trópicos. Un proceso que genera desiertos en determinadas latitudes de nuestro planeta.

Lo más curioso del asunto es que los propios desiertos retroalimentan el efecto de productividad marina, ya que proporcionan enormes cantidades de hierro al mar. El polvo del desierto del Sahara no sólo ensucia de vez en cuando nuestros coches, sino que alimenta la producción primaria marina, pues el hierro es un elemento esencial y limitante para la multiplicación del fitoplancton. Es más, su efecto puede influir incluso en la productividad de las selvas tropicales de Suramérica, ya que puede cruzar toda la extensión del Atlántico sur.
Las grandes montañas calizas se forman a partir de los caparazones de miles de generaciones de formas microscópicas de vida que vivieron en mares y lagos hace millones de años. Sobre esos relieves evolucionan con el tiempo plantas y animales que influyen a su vez sobre ellos. La gea permite la vida y la vida da forma a la gea. El resultado es un paisaje heterogéneo y una vida diversa.

Bibliografía

(1) Lane, N. (2011). Los diez grandes inventos de la evolución. Ariel. Barcelona.

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lunes, 27 de agosto de 2018

Con los pies en el suelo

En ecología suelen hacerse clasificaciones bastante artificiales y de escasa justificación. Por ejemplo, distinguir entre ecología terrestre y acuática, o entre ecología de aguas continentales y marinas. Hay, sin embargo, una distinción poco frecuente que sí tendría pleno sentido hacer: separar la ecología de los seres vivos sésiles de aquella de los seres vivos móviles.

Curiosamente, tal separación uniría a las plantas con los animales sésiles bajo un mismo epígrafe. Ni un alga, ni un musgo, ni un helecho, ni un brezo, ni un roble pueden salir corriendo ante la llegada de un herbívoro o una perturbación ambiental. Tampoco pueden hacerlo esponjas, corales, percebes, briozoos o mejillones. Esa condición determina toda su ecología, la manera en que se relacionan con su entorno. Si gestionaras una empresa dedicada a encontrar sustancias químicas capaces de curar enfermedades humanas deberías empezar a buscar entre los seres que viven atados al suelo.

Cuando no se puede salir por piernas hay que buscar soluciones alternativas y la más práctica es convertirse en una bomba química. Son las plantas (hasta las más comunes, poco llamativas y aparentemente inútiles) las que han desplegado una carrera armamentística con abundantes defensas químicas y no los mamíferos. Son los corales y las esponjas quienes pueden contener remedios para cualquiera de nuestros males y no los insectos. Nunca olvidaré que fue una vil artemisa la que, con su artemisina, me sacó de las garras de una muerte segura por malaria.

 Sapo de espuelas (Pelobates cultripes) a medio enterrar para protegerse. Los vertebrados con escasa capacidad de desplazamiento, como los anfibios, curiosamente son capaces de resistir mejor  perturbaciones severas como los incendios forestales que otras especies más móviles como las lagartijas (fotos: Pedro Galán).
Diálogos de un ecólogo con un herpetólogo
En los ratos sueltos que la frenética actividad docente permite, me gusta tener conversaciones con Pedro Galán, un compañero de la Universidade da Coruña que ha dedicado su vida a entender a los reptiles y a los anfibios. Muchas veces le cuento las cosas que voy reflexionando con mis modelos de estudio, mayoritariamente aves y mamíferos, y casi siempre Pedro acaba concluyendo que mis planteamientos no son aplicables a sus bichos. La razón es que tanto aves como mamíferos son bastante independientes de lo que pueda ocurrir en zonas concretas de sus hábitats locales, porque tienen la capacidad de irse cuando las cosas se ponen mal. Pero nada de eso vale para una rana, un tritón o un sapo. Tampoco para la mayoría de los reptiles, aunque muchos de ellos sean campeones en movilidad, como las ancestrales tortugas laudes.

Aves, mamíferos, reptiles y anfibios son todos ellos tetrápodos, pero esa agrupación tiene poco interés ecológico. Aves y mamíferos son homeotermos, mientras que reptiles y anfibios son heterotermos. Esta clasificación sí da jugo a la hora de entender su ecología y coincide con la que defiendo aquí al separar entre formas muy móviles y otras más bien estáticas. ¿Están relacionados ambos aspectos? Me refiero a la endotermia /ectotermia y la mayor o menor movilidad. ¿O es pura coincidencia? Bueno, parece algo más que una coincidencia. Poder moverse sólo cuando el sol aprieta representa una doble limitación: por el día te puedes sobrecalentar y de noche estás condenado al reposo.

Imaginemos una perturbación ambiental que consistiera en reabrir con un buldócer un antiguo cortafuegos que llevaba diez años intacto. Ese mismo cortafuegos es utilizado por jabalíes y lobos para desplazarse por la noche hacia sus zonas de alimentación, como si fuera una autopista. También lo usan los anfibios durante su fase terrestre, que encuentran buenos refugios bajo sus piedras. Tras el paso de la maquinaria pesada podemos esperar que ambos grupos, los muy móviles y los menos móviles, se vean afectados por el cambio de escenario. Sin embargo, no es así. Lobos y jabalíes volverán a usar el cortafuegos 24 horas después de que las máquinas se hayan ido (lo hemos constatado mediante foto-trampeo), mientras que los anfibios se habrán visto arrasados y tardarán meses o años en volver a colonizar un medio tan alterado. Como me repite Pedro incansablemente, el destino de los anfibios es el destino de su hábitat. Para los que pueden salir corriendo no.

Lo que vimos gracias a nuestras cámaras de foto-trampeo es que el buldócer no afectó a lobos y jabalíes, sino más bien al contrario, ya que les dejó una ruta más despejada hacia sus zonas de forrajeo. Así pues, a la hora de valorar el efecto de una perturbación no tenemos más remedio que preguntarnos: ¿Impacto? ¿Respecto a quién? La apertura de un cortafuegos no es ni una catástrofe ni un acto sin consecuencias o con consecuencias positivas. Como hemos visto otras veces, no hay una respuesta universal. Todo depende de nuestras prioridades de conservación. De lo que queramos tener. Si la zona es un punto caliente por su diversidad de anfibios o abundan las especies endémicas, haríamos bien recomendando precaución con tales prácticas. Pero, si lo que nos importa es el lobo, no deberíamos preocuparnos demasiado por esta estrategia para la prevención de incendios.
Lo que sí parece universal es que no podremos tener de todo en ese cortafuegos. En términos matemáticos, maximizaremos la función para un grupo o para otro, pero no tendremos dos máximos de la función. Pensar lo contrario es ilusorio y está lejos de la realidad, por mucho que nos incomode. Negarse por defecto a cualquier alteración del hábitat roza el fundamentalismo ambiental y la ignorancia ecológica. No podemos escapar de estudiar caso por caso cada problema. Todo lo contrario de lo que anhelaríamos como envidiosos que somos de la física de principios universales.

Sésiles, pero no tanto
De todos modos, siempre hay grados en esto de la movilidad. No es una cuestión cualitativa de sí o no, sino más bien cuantitativa. Por ejemplo, cuando vemos rodar por millares a las plantas del desierto, que dispersan sus semillas empujadas por el viento, no estamos tan seguros de que los vegetales se muevan poco. Dos especies estepicursoras de nuestra flora, como la barrilla (Salsola kali) y el cardo corredor (Eryngium campestre), se desprenden de la parte aérea de la planta cuando las semillas están maduras. Esa parte seca y ya muerta se separa del tallo o de la raíz y el viento se encarga de arrastrarla libremente. Esta estrategia para dispersar las semillas no es exclusiva de las fanerógamas, sino que se da también en los hongos y en unas plantas emparentadas con los helechos que conocemos como Selaginella. Algo equivalente ocurre con los crustáceos del género Balanus, cirrípedos epibiontes que viajan sobre tortugas marinas y cetáceos. Aunque ellos sean sésiles, se las ingenian para recorrer todos los rincones del mundo. Desplazarse a lomos de otro también es moverse. A fin de cuentas, nosotros no solemos recorrer el mundo a pie, sino a bordo de algún medio de locomoción.

Excepciones aparte, la capacidad de trasladarse lo determina casi todo: encontrar comida o pareja en otro sitio si las cosas se han puesto mal donde resides, sobrevivir cuando la meteorología se pone adversa, recolonizar una zona arrasada, librarse de un depredador o un competidor y encontrar mejores socios. Sin embargo, pensar que con mayor movilidad te conviertes en alguien mejor preparado para afrontar los cambios ambientales es mucho decir. De hecho, hace millones de años que el planeta cuenta con corales y esponjas, plantas y hongos. Tanto responde a una perturbación el abejaruco que migra como el sapo que se entierra. Son sólo estrategias diferentes. Eso sí, el sapo que se entierra es más dependiente de las alteraciones de su hábitat que el abejaruco.  Tal vez la diferencia radique en la capacidad de respuesta o recuperación ante las perturbaciones La maquia de lentiscos que no puede volar se quema en un incendio pero recupera el porte perdido   años después. Digamos que todo va más lento en el mundo de los sésiles. Es como si la vida tuviera dos velocidades.

Volviendo al inicio, para cerrar el círculo, si eres sésil tienes menos capacidad de escapar a la perturbación, pero un gran aguante para resistirla o recuperarte de ella. La grulla migra porque no puede enterrarse en el suelo o hibernar. Como ya discutí hace años en estas páginas,  no es que la grulla migre sólo porque tiene alas. Los anfibios (seres sin capacidad de vuelo) aparecieron mucho antes que los reptiles  con plumas que ahora llamamos aves y aún siguen aquí. A fin de cuentas ¡sólo por necesidad se sale corriendo!

Agradecimientos
Pedro Galán comentó un borrador de este artículo.

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domingo, 29 de julio de 2018

¿Es depredar sinónimo de regular?


He aquí una de esas preguntas que, sólo con leerla, eleva los niveles de adrenalina de cualquier naturalista. Los depredadores levantan pasiones, seguramente debido a oscuros atavismos que se remontan a cuando envidiábamos sus habilidades venatorias. Más aún en nuestros días, tras siglos de persecución oficial de estas especies. Pero que nos atraigan los depredadores no debería forzar la realidad para protegerlos. El fin (conservar) no justifica los medios (exagerar o tergiversar), al menos no para acumular conocimientos y creo que tampoco con fines prácticos.

¿Regulan los depredadores las poblaciones de sus presas? Han corrido ríos de tinta sobre este apasionante asunto, sobre todo con los insectos como modelo, porque la depredación no es patrimonio de leones y leopardos. Dejemos que las evidencias científicas hablen por sí mismas. De entrada, el asunto es controvertido porque hay varios factores que regulan las poblaciones de presas: los depredadores, claro, pero también el clima, la disponibilidad de alimento, las enfermedades o la competencia entre especies. Incluso hay otros factores, como luego veremos, que influyen en la eficacia de los depredadores como reguladores de sus presas. Además, es difícil que los estudios cuenten con plazos de tiempo y escalas espaciales suficientes para apreciar tales efectos, sobre todo cuando se refieren a vertebrados.

Como casi siempre en ecología, no hay una respuesta universal a la pregunta del título, sino varias respuestas dependientes del contexto. Para acabar de complicar las cosas, los efectos de los depredadores sobre las presas pueden darse con cierto retraso temporal, por lo que es difícil detectarlos (1).



Los lobos sujetos a una alta persecución humana no regulan sustancialmente las poblaciones de sus presas potenciales, dado que, para evitar conflictos con el ser humano, se han hecho fundamentalmente carroñeros. (Foto: Autor y Pilar Santidrián). 

Respuestas funcionales y numéricas
La mejor manera de empezar a poner un poco de orden es presentar las denominadas “respuestas funcionales” que propuso Holling hace ya casi sesenta años. Holling se subió a los hombros de algunos gigantes que llegaron antes que él –como Lotka, Volterra y Bailey– y sintetizó los tipos de depredadores, en concreto su tasa de caza con muerte, en función de la abundancia de las presas. El caso más simple es el de los depredadores con respuesta de Tipo 1, en los que la tasa de caza con muerte aumenta proporcionalmente con la abundancia de presas. Por ejemplo, cuantos más conejos hay en un medio determinado, mayor número de ellos son cazados por un águila, lo que se representa con una estupenda línea recta ascendente.

La respuesta de Tipo 2 es un poco más realista y viene a decir que los depredadores no estarán comiendo siempre más presas si su abundancia aumenta en el medio, sencillamente porque se sacian. La curva de este Tipo 2 se satura a altas abundancias de presas. Finalmente la respuesta de Tipo 3 es la más incluyente. Su curva tiene forma de S, con un valle a bajas densidades de presas, porque los depredadores tienen dificultades para localizarlas cuando son escasas y, como en el caso anterior, se saturan si son muy abundantes. Sabemos que este tipo de respuesta se da entre lobos y alces, lobos y renos o entre coyotes y liebres. No obstante, la respuesta puede variar para una misma especie de depredador según el tipo de presa. Por ejemplo, según un estudio realizado en México, el puma tuvo respuestas de tipo 1 ó 2 con las presas más abundantes (armadillo y coatí), pero sólo de tipo 1 con la presa más escasa (ciervo de Virginia) (2).

Más o menos por esos mismos años otros ecólogos describieron la “respuesta numérica”, según la cual la abundancia de los depredadores (no la tasa de caza con muerte) aumenta cuando se incrementa también la de sus presas. Esta respuesta ha sido descrita entre coyotes y conejos o liebres, así como entre lobos y alces. Si tenemos en cuenta a la vez los dos tipos de respuesta (funcional y numérica) obtenemos la llamada “respuesta total”, que con bajas abundancias de presas puede hacer que la tasa de caza con muerte sea cada vez mayor, a medida que aumenta la cantidad de depredadores. O también puede hacer que con altas densidades de presas la tasa de caza con muerte sea cada vez menor al aumentar el número de depredadores . Esta respuesta total se da en el caso de lobos y alces (1).

Otros aspectos a tener en cuenta
Además del tipo de respuesta del depredador a la abundancia de presas, hay que tener en cuenta si se trata de un especialista (obligado a un tipo de presa) o de un generalista (puede depredar sobre varias presas). En contra de lo que pudiera parecer a primera vista, la influencia de un depredador generalista sobre la abundancia de una presa puede ser mayor que la del especialista. Si la presa principal escasea, el especialista no tiene más remedio que reducir su grado de influencia sobre ella o su propia abundancia, mientras que el generalista puede recurrir a otras presas secundarias y seguir ejerciendo un control importante sobre la principal, aunque sea escasa, generando situaciones de “híper-depredación”. Para rizar aún más el rizo, muchas especies a las que llamamos especialistas han demostrado que se comportan como generalistas cuando les resulta rentable hacerlo y siempre que un generalista todoterreno no se lo impida. De modo que estas distinciones entre especialista y generalista existen más sobre el papel que en la vida real.

Tampoco será lo mismo si el sistema depredador-presa que analicemos es pobre o rico en especies. Muchos estudios se han llevado a cabo en Escandinavia, donde la riqueza de depredadores y presas es mucho menor que en nuestras latitudes mediterráneas. En un sistema más rico en especies, donde se mezclan los depredadores obligados y los facultativos, la complejidad aumenta enormemente y es más difícil averiguar qué papel regulador desempeña cada depredador en concreto. Otra cosa es que nos conformemos con concluir algo acerca del papel de “la depredación” (en lugar de los depredadores), como reguladora.

Entonces, ¿qué?
Si tenemos en cuenta el tipo de comunidad, el tipo de depredador y su comportamiento con respecto a la abundancia de las presas, podemos concluir que los depredadores actúan, en efecto, como  agentes reguladores. Pero, con matices. Lo hacen principalmente en cuatro escenarios: cuando las presas son ya de por sí escasas, cuando deben compartirlas con otros depredadores, cuando los depredadores son generalistas y pueden recurrir a otras fuentes de alimento o, finalmente, cuando las presas más afectadas son las de mayor valor reproductivo. En este último caso, la depredación no se dirige a los ejemplares más jóvenes o más viejos o con menos salud y es, como vimos el mes pasado en esta sección, aditiva y no compensatoria (3, 4).

En todos estos escenarios, así como en sistemas muy simples y pobres en especies, como los del norte de Europa y de América, las abundancias de depredadores y presas pueden acabar generando ciclos periódicos, aunque con cierto desfase temporal entre ellos. O, al menos, fluctuaciones recurrentes. Si las presas no pueden refugiarse de los depredadores cuando coinciden varias de las premisas anteriores, entonces su abundancia puede reducirse de forma permanente, generando “pozos del depredador”. Al margen de esos casos extremos, lo habitual es que se consigan abundancias de presas y depredadores más o menos estables y predecibles en torno a una teórica (y variable) capacidad de carga, donde la regulación se basa en la competencia por el alimento. Otros factores, como el clima, hacen fluctuar a las poblaciones de presas de una manera más impredecible. Lo más curioso es que un mismo sistema puede ajustarse a un modelo u otro de forma variable en el tiempo, según vayan cambiando las circunstancias. El efecto de las pesquerías sobre las especies explotadas es un buen ejemplo.

Otros papeles de los depredadores
Hay otros aspectos de la depredación que son potencialmente más relevantes para la persistencia y evolución de los ecosistemas que la regulación de sus presas y, sin embargo, solemos prestarles menos atención. Los depredadores no perciben a sus presas como bolas de billar, es decir, como si fueran todas iguales. La depredación suele ser selectiva, por una cuestión termodinámica de economía de medios, la ley que rige el cosmos entero. Los depredadores cazan más fácilmente las presas jóvenes, viejas, inexpertas, débiles o enfermas y, con ello, practican una selección pasiva a favor de los individuos más sanos y resistentes y con menores probabilidades de morir por otras causas. Ese es un papel incuestionable de los depredadores y de enorme trascendencia (5).

Otro punto a tener en cuenta es su importante papel como dispersores de frutos, especialmente en el caso de los carnívoros. Las poblaciones de lobos u osos que han sobrevivido en paisajes altamente humanizados sobreviven (entre otras muchas cosas) haciéndose más carroñeros (por aprendizaje o por selección), más herbívoros, más frugívoros, lo que evita conflictos con el ser humano. Por ello, deben jugar un papel muy pequeño como reguladores de sus presas potenciales pero, probablemente, influyan mucho a la hora de dar forma a la estructura de los bosques donde habitan (6).
Finalmente, no es despreciable tampoco el papel de los depredadores en la distribución espacial de las especies. Las presas tienden a hacer las maletas y mudarse a sitios con una menor carga de depredadores. Un ejemplo claro es el de la colonización de las ciudades por especies que huyen de la recuperación de los depredadores fuera de ellas. Claro que, con el tiempo, también los depredadores se mudarán a las ciudades, al reclamo de sus presas, y esos refugios de paz también se acabarán. Todo está en continuo movimiento.

Agradecimientos
Daniel Oro comentó un borrador del trabajo, aunque cualquier error que contenga el artículo es sólo atribuible a mi estulticia.
  
Bibliografía

(1) Gese, E.M. y Knowlton, F.F. (2001). The role of predation in wildlife population dynamics. En The role of predator control as a tool in game management, 7-25. T.F. Ginnet y S.E. Henke (eds.). Texas Agricultural Research and Extension Center. San Angelo (Texas).
(2) Soria-Díaz, L. y otros autores (2018). Functional responses of cougars (Puma concolor) in a multiple prey-species system. Integrative Zoology, 13: 84-93.
(3) Payo-Payo, A. y otros autores (2018). Predator arrival elicits differential dispersal, change in age structure and reproductive performance in a prey population. Scientific Reports, 8: 1971 (disponible en Doi: 10.1038/s41598-018-20333-0).
(4) Martínez-Abraín, A. (2018). ¿Compensa o no compensa? Quercus, 387: 6-7.
(5) Genovart, M. y otros autores (2010). The young, the weak and the sick: evidence of natural selection by predation. PLoS ONE, 5: e9774 (disponible en Doi: 10.1371/journal/pone.0009774).
(6) Martínez-Abraín, A. (2013). El reclamo de la curruca. Quercus, 329: 6-7.

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