Todo el mundo sabe que Wallace y Darwin desarrollaron una misma idea,
la evolución por selección natural, pero lo que no es tan conocido es que lo
hicieron empleando razonamientos contrarios a partir de una misma fuente.
Los criadores de animales
domésticos fueron uno de los principales apoyos de Darwin para elaborar su
“teoría de la evolución por selección natural”, como se llama ahora, o de la
“transmutación o descendencia con modificación por medios naturales de
selección”, como la denominó él realmente. Se fijó sobre todo en los
aficionados a criar palomas y dedicó el primer capítulo de El Origen de las Especies a analizar la variación inducida en
condiciones de domesticación.
Curiosamente, también Alfred
Russell Wallace recurrió a la variación bajo domesticación para llegar a
formular su propuesta personal de selección natural, al mismo tiempo que
Darwin. Sin embargo, lo hizo con un argumento completamente opuesto. Veamos.
Darwin y Wallace se inspiraron en la fauna doméstica para llegar a la idea de selección natural pero curiosamente mediante razonamientos opuestos |
Darwin,
Wallace y la fauna doméstica
Wallace compuso su poco famoso –pero
enormemente relevante– escrito Sobre la
tendencia de las variedades a alejarse indefinidamente del tipo original en
la isla y ciudad de Ternate, en el archipiélago de las Molucas (Indonesia), en
febrero de 1858 y en agosto de ese mismo año apareció publicado en los Proceedings of the Linnean Society. Comienza recordando que
uno de los principales argumentos para defender la inmutabilidad de las
especies es la tendencia de las razas domésticas a retornar a un estado
original o primigenio (parental) cuando se deja de ejercer sobre ellas cualquier
tipo de presión selectiva. Pero luego razona que en la naturaleza, en estado
salvaje, es imposible regresar al tipo original, ya que las condiciones
ambientales cambian y las formas más recientes (mejor adaptadas al nuevo
entorno) eliminarían a las que osaran retornar a su estado parental. Es decir, Wallace
deduce que la naturaleza somete a la flora y la fauna silvestre a una criba continua: la que realizan los medios naturales de selección. Por el
contrario, las formas domésticas no sometidas a una continua selección y en un
ambiente estable pueden permitirse el lujo de viajar hacia atrás en el tiempo.
Darwin, sin embargo, razonó
completamente al contrario. Es decir, hay medios naturales de selección que operan
continuamente en la naturaleza. Si a partir de un lobo es posible obtener artificialmente
variedades de perros tan distintas como un Chihuahua y un San Bernardo, ¡qué no
podrá darse en la naturaleza de manera natural! La selección continua de ligeras
variaciones en la forma de las hojas, flores o frutos de una planta acabaría
por dar como resultado acumulativo una raza distintiva, que ya no regresaría nunca
al estado original. Esta es la base de la evolución a la darwiniana y a la wallaciana.
El hallazgo simultáneo de Darwin
y Wallace, el filtrado natural de la variabilidad existente en la naturaleza,
fue en realidad la “mejor idea que nunca nadie ha tenido”. Su poder explicativo
es enorme. En nuestro caso particular, basta con recurrir a ese filtrado para entender
gran parte de las características que nos hacen propiamente humanos.
Selección natural, reproducción y sociabilidad
¿No os habéis preguntado nunca la
razón de ese empeño de la naturaleza por perpetuarse? Hay insectos que apenas viven
unas horas en fase adulta, lo justo para reproducirse y morir. ¿Por qué no
vivir más tiempo e incluso ahorrarse el desgaste ligado a la reproducción?
También es curioso entender qué nos hace a los humanos tan vulnerables al borreguismo,
por qué se nos puede manipular en grupo con tanta facilidad, ya sea al servicio
del consumo o de dictadores fanáticos. Detrás de ambos fenómenos está actuando
la selección natural.
Las poblaciones humanas están
compuestas de individuos con personalidades propias. Si parte de la
personalidad incluye tener una baja predisposición a emparejarse y reproducirse,
esos genes no acabaran por perpetuarse. Simplemente los no reproductores no
pasan los genes de la tendencia a la no-reproducción a la descendencia. Lo
mismo sucede en los casos de individualismo exacerbado. Alguien así no lograría
superar las pruebas de la vida y habría muerto de hambre o entre las garras de
un tigre dientes de sable hace mucho tiempo. Así pues, los actuales seres
humanos somos el resultado de un largo proceso de selección a favor de la
sociabilidad, que puede remontarse a millones de años atrás. Sólo así se
explica que hayamos llegado a formar comunidades de decenas de millones de
personas o que tengan tanto éxito los acontecimientos deportivos de masas.
Solemos fiarnos de lo que hace la mayoría, porque confiamos en el criterio de
nuestros congéneres, al igual que una gaviota se guía por la presencia de un
grupo de su especie en cualquier isla a la hora de escoger un sitio donde criar. Tenemos incluso neuronas especializadas en imitar al instante lo que hacen nuestros congéneres: las neuronas espejo. Típicas de los cachorros de simio y de éste neoténico (siempre cachorro) primate que es el ser humano. Lo malo de este comportamiento, que ha surgido por selección natural debido a
que la mayoría de las veces resulta ventajoso fiarse de lo que hacen los demás, es que nos hace susceptibles a
la manipulación. Algo parecido a lo que ocurre a una manada de delfines o de
calderones cuando acaban varados en una playa por seguir a un líder que enferma
o se desorienta. Estos subproductos negativos NO tienen sentido biológico, sino
que son consecuencias colaterales de la evolución de nuestra sociabilidad o de la
de los cetáceos. En la naturaleza nada sale gratis y toda moneda tiene un lado
oscuro como coste indeseado.
Pero ojo, no todo es selección natural
Para no forzar explicaciones
adaptativas donde no las hay, conviene tener bien presente que no todo lo que
vemos hoy es resultado de un proceso natural de selección. Hay simples
subproductos tan inevitables como excavar un hoyo mientras construimos un
montículo, o como el sentimiento de trascendencia que acompaña a la
inteligencia en nuestros cerebros pensantes (1). Algunos rasgos se deben a limitaciones
de índole física, como el tamaño máximo que puede alcanzar un huevo (2). Otros se
han canalizado o conservado filogenéticamente y no se ven afectados por la
variabilidad ambiental. También hay rasgos modulares que van ligados al cambio de
otras características, como el número de dedos en nuestras manos. Incluso hay
rasgos neutros, no adaptativos, surgidos por pura deriva genética y que son
invisibles a la selección. Y, finalmente, ciertos rasgos sólo se explican por contingencias
acumuladas históricamente, como la disposición enrevesada de nuestros nervios
craneales o de nuestros canales seminales.
Decía Stephen Jay Gould que si un
extraterrestre aterrizara en la Capilla Sixtina pensaría que los arcos del techo
habían sido diseñados a propósito para albergar pinturas de Miguel Ángel. Todos
sabemos que es justamente al contrario. Los arcos existen por mandamiento
arquitectónico, para sostener cúpulas y techos, de manera que sólo fueron
aprovechados posteriormente para decorarlos con pinturas al fresco. Lo mismo
sucedería con nuestras orejas y narices, ¡que al marciano le parecerían creadas
ex profeso para sostener las gafas! Sin conocer la historia del sistema estudiado
es fácil considerar como adaptativos algunos rasgos que no lo son en absoluto.
Es lo que pasa cuando se olvida que ciertas adaptaciones surgieron en el marco
de un ambiente determinado del pasado y que actualmente sirven para fines
completamente distintos. Primero fueron producto de la selección natural, pero
luego se reciclaron para cumplir otros menesteres.
El cuerpo humano, de pies a
cabeza, está abarrotado de ejemplos anatómicos de reutilización de sustancias y
estructuras presentes en otras formas animales, tan lejanas ya de nosotros como
bacterias, gusanos, moscas o peces. La historia de la vida eucariota, que se
remonta unos 1.000 millones de años atrás, está resumida en nuestras células,
tejidos y órganos. Innovar nunca resulta sencillo y la vida se abre camino
echándole imaginación a las cosas, empleando para fines distintos adaptaciones
surgidas por selección natural que vuelven a reexaminarse una y otra vez ante
el tribunal de la naturaleza. Hoy en día llamamos a este proceso co-opción y
exaptaciones al producto que genera.
El tiempo está demostrando que, una
vez más, Darwin tenía la razón cuando planteó repetidas veces en El Origen de las Especies que muchos
órganos pueden haber surgido como meras modificaciones de otros que
desempeñaban tareas muy distintas en el pasado, yendo así mucho más allá que el
propio Wallace. O que la herencia de caracteres adquiridos durante el curso de
la vida era uno de los mecanismos posibles de evolución. A Lamarck no lo
estigmatizó Darwin, sino los padres de la nueva síntesis con énfasis casi
fundamentalista en la mutación genética. Prueba de ello es esta frase incluida
en el capítulo quinto de la segunda edición de El origen…
“En general, podemos sacar la conclusión de que el hábito, o sea, el
uso y desuso, ha representado en algunos casos papel importante en la
modificación de la constitución y estructura, pero que sus efectos con
frecuencia se han combinado ampliamente con la selección natural de variaciones
congénitas…”
Todo el impresionante desarrollo
actual de la epigenética vuelve a darle la razón a Darwin en su visión compleja
del fenómeno evolutivo. Ambos paradigmas no entran en contradicción, ya que un
carácter adquirido en vida (por ejemplo, por metilación del ADN a resultas de
una presión ambiental) puede ser heredable (3) y, por tanto, estar sujeto a
procesos naturales de selección. Simplemente, la mutación no es el único
mecanismo generador de variabilidad en las poblaciones de plantas y animales y
reconocerlo tan sólo nos devuelve al espíritu original de la obra magna de
Charles Darwin.
Bibliografía
(1) Gould, S.J. y Lewotin,
R.C. (1979). The
spandrels of San Marco and the panglossian paradigm: a critique of the
adaptationist program. Proceedings of the
Royal Society of London
B, 205: 581-598.
(2) Martínez-Abraín,
A. (2008). No todo es posible. Quercus,
266: 6-7.
(3) Herrera, C.M. (2011). A vueltas con los vestigios: recuerdos que se
heredan. Quercus, 301: 6-8.
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