Entender correctamente eso que hemos dado en llamar naturaleza no es
una tarea sencilla. De hecho, son innumerables los mitos y las supersticiones que
se basan en interpretaciones erróneas de la realidad. Ya les pasaba a nuestros
antepasados y eso que vivían en estrecho contacto con ella. Por ejemplo, las
sutiles –pero trascendentes– diferencias entre parentesco y convergencia
evolutiva han sido una fuente constante de confusión.
Un factor de complejidad que
explica por qué caemos en semejantes errores es el hecho de que el parecido entre
especies puede deberse, bien a una relación real de parentesco evolutivo
(homología), o bien a que, sin estar cercanamente relacionadas, han dado con
una misma solución tras verse sometidas a similares presiones ambientales
(analogía). Un caso paradigmático es el de los vencejos y los hirundínidos
(aviones y golondrinas). Ambos se alimentan de plancton aéreo en los cielos de
nuestros pueblos y ciudades, además de reproducirse al abrigo de tejados y
aleros. Sin embargo, su parecido nada tiene que ver con un cercano parentesco.
Los vencejos son un viejo grupo de aves no paseriformes que existe como tal
desde hace unos 25 millones de años (1), mientras que aviones y golondrinas son
hijos de una reciente radiación en el Pleistoceno, iniciada hace unos 2
millones de años. Así pues, entre ambos grupos media una ventana temporal de un
orden de magnitud: de las unidades, a las decenas de millones de años.
Otro caso singular, esta vez
entre los vegetales, es el de la familia de las Euforbiáceas. Cualquier lector
no avezado que observara la planta que aparece en la primera fotografía
pensaría que es un cactus. Pero si digo que la foto está tomada en Kenia y que se
trata de una especie nativa de esa zona del África tropical, ya debería bastar
para descartar semejante posibilidad. De hecho, las Cactáceas son una familia
del Nuevo Mundo, originaria de los desiertos de América del norte. En la foto
aparece una Euphorbia candelabrum,
especie que, como muchas otras lechetreznas, ha convergido al fenotipo de los
cactus por vivir en medios muy parecidos: las cálidas sabanas de África oriental
en este caso. Es lo mismo que ocurre con muchas otras plantas de esta misma familia
que habitan en las islas Canarias (cardones y tabaibas), así como en la cercana
costa africana. Un síndrome adaptativo típico de tales plantas es adoptar un
porte arbustivo o arbóreo al crecer en medios pobres en árboles. Incluso en las
islas Baleares tenemos a Euphorbia
dendroides, una lechetrezna de buen porte que pierde las hojas con el calor
estival.
Parecidos engañosos
Durante mucho tiempo me he
preguntado si el parecido entre las rapaces y las aves marinas del grupo de los
petreles podría ser una cuestión de parentesco. Las pardelas, por ejemplo, son depredadores
apicales marinos que pescan calamares y peces clupeidos (sardinas y boquerones)
con sus picos acabados en un buen gancho. Además, ponen un solo huevo y son
aves planeadoras, de lento desarrollo. En fin, que coinciden en numerosos
rasgos con las grandes rapaces. Quizá el ancestro terrestre de los petreles que
conquistó el mar fuese una rapaz. Pero no. Los petreles proceden de algún ave
acuática de patas palmeadas, habitante del litoral, que acabó dando el salto al
medio marino en el Oligoceno (paíños, albatros) o en el Mioceno (pardelas,
fulmares). Así pues, el parecido entre ambos grupos de aves es pura
convergencia evolutiva debido al papel que cumplen como depredadores apicales
en sus respectivos medios (1).
También es convergencia
adaptativa el lejano parecido de las aves con los pterodáctilos del Mesozoico,
unos reptiles voladores que no eran dinosaurios. En realidad, las aves derivan
de un grupo auténtico de dinosaurios conocido como Saurisquios. Es curioso que
no procedan de los dinosaurios Ornitisquios, o con cadera de ave. El vuelo ha
sido una característica adquirida muchas veces a lo largo de la historia de la
vida, tanto por los insectos (las libélulas gigantes del Carbonífero ya volaban
hace 350 millones de años), como por peces, reptiles, aves y murciélagos. Que
se sepa, nunca ha habido anfibios voladores, a los sumo planeadores, quizá como
resultado de su total dependencia del medio acuático. Así pues, todas estas
reinvenciones del vuelo son convergencias y no caracteres compartidos entre
grupos tan dispares.
No ocurre lo mismo, claro está,
en cuanto al parecido entre las ballenas y los mamíferos terrestres. Los
grandes cetáceos provienen de formas terrestres similares a los hipopótamos que
ya eran parcialmente acuáticas en tierra firme, un poco como en el caso de las
aves marinas. Pero sí es convergencia el parecido de los cetáceos con los
peces. Ambos son vertebrados pero no están cercanamente emparentados. Bajo la
apariencia externa de las aletas de un delfín, parecidas a las de los peces, se
esconden cinco dedos de mamífero. También es convergencia el parecido
morfológico de los cetáceos con los extintos reptiles marinos del Mesozoico,
como los ictiosaurios. A estos casos de convergencia con grupos que no son contemporáneos
se les denomina “relevo evolutivo”, porque uno acaba ocupando el nicho
ecológico abandonado por el otro y convergen hacia los mismos planes corporales
por selección natural.
Cambios dentro de un orden
También resulta curioso que soluciones
evolutivas equivalentes se hayan dado a ambos lados del Atlántico. Los
armadillos americanos y los pangolines africanos serían un buen ejemplo de
ello. Tiene su lógica. La naturaleza no puede inventar cualquier cosa (2). Hay
límites biofísicos que no pueden rebasarse y aspectos del desarrollo que dan más
juego que otros. Fabricar un animal en versión grande o en versión pequeña
puede conseguirse con una simple modificación del metabolismo, alterando la
actividad de la hormona del crecimiento. Un cambio bien sencillo que puede dar
resultados espectaculares, como queda patente en dos razas de perros como el
Chihuahua y el San Bernardo. Además, los papeles a representar en los
ecosistemas (los nichos ecológicos) no son muchos ni muy distintos en los
diferentes biomas. Hay un hueco para los carroñeros y es fácil que todos ellos acaben
desarrollando un buen olfato. No es sorprendentemente el caso de los buitres, que
encuentran las carroñas gracias al comportamiento llamativo de los córvidos,
pero sí el de muchos mamíferos necrófagos.
Algo similar explica también el
que grandes grupos de mamíferos, como marsupiales y placentarios, hayan
encontrado parecidas soluciones evolutivas ante problemas ecológicos similares,
aunque en distintos momentos de la historia. Un buen ejemplo es el de los lobos
placentarios y los tilacinos o lobos marsupiales, de cuya extinción nos habló con
tanto acierto Pedro Galán en el número 328 de Quercus (3). Otros dos grupos también lejanos filogenéticamente son
los miriápodos diplópodos y los crustáceos isópodos, aunque compartan la
estrategia defensiva de adoptar forma de bola (conglobación).
Sorpresas de la genética
De todos modos no es fácil desentrañar
si los parecidos son cuestión de parentesco o de convergencia. Hace falta
conocer la filogenia de los distintos grupos para analizar su distancia
genética y esto sólo ha sido posible hace unas pocas décadas. Anteriormente
sólo las pruebas de tipo anatómico podían resultar de ayuda, como analizar
comparativamente el interior de las aletas de los cetáceos y los peces. Pero estas
pruebas anatómicas por sí mismas, sin apoyo de la genética, pueden resultar
engañosas. Durante años se ha puesto como ejemplo de convergencia los diferentes
ojos de los animales, pero hoy sabemos que unos mismos genes conservados en estirpes
muy poco emparentadas, como el gen Pax-6, activan en todos ellos la formación
de un ojo durante el desarrollo, con lo cual no son eventos evolutivos
realmente independientes, a pesar de las enormes distancias temporales que
existen entre, por ejemplo, un cefalópodo y un vertebrado terrestre. En otras
palabras, si insertamos el gen Pax-6 de un vertebrado en el genoma de un
embrión de calamar inducirá la formación de ojos de calamar, por muy increíble
que pueda parecer.
Sin embargo, quizá uno de los
casos más curiosos de convergencia es el que se da en la coincidente pérdida de
algunas estructuras, como ocurre con los propios ojos o con el color corporal en
las formas de vida cavernícola; un entorno éste (escaso de luz, alimento y
depredadores) donde la propia economía de la naturaleza lleva a una evolución
regresiva, es decir, a la pérdida de estructuras preexistentes, con el fin de
maximizar los recursos dedicados a la supervivencia y la reproducción.
Bibliografía
(1) Ericson, P.G.P. y otros autores (2006). Diversification of Neoaves: integration of
molecular sequence data and fossils. Biology
Letters, 22: 543-547.
(2) Martínez-Abraín, A. (2008). No todo es posible. Quercus, 266: 6-7.
(3) Galán. P. (2013). La lección del lobo marsupial. Quercus, 328: 46-54).
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