Al observar un
rasgo morfológico o una conducta, desde Darwin podemos preguntarnos por la
función que puede tener. Si los ojos son grandes o pequeños, si las narices son
chatas o alargadas, si las patas son gruesas o delgadas, si la pigmentación es
clara u oscura, si la estructura es rígida o blanda… La pregunta que nos asalta
es: y todo eso ¿por qué? ¿para qué? Pero debemos proceder con cautela.
En
efecto la forma, el color, el tamaño y el comportamiento se originan muchas
veces por medio de mutaciones azarosas seguidas de selección natural y son, por
tanto, adaptaciones surgidas por micro-evolución en el seno de ecosistemas
concretos (de estadios concretos de la sucesión de los ecosistemas para ser más
precisos). La forma y costumbres de las currucas nacen en el seno de las
primeras etapas de la sucesión de los bosques mediterráneos. Los hábitos
trepadores del treparriscos o los nidos del avión roquero no evolucionaron en
una playa o en una estepa abierta, sino que son el resultado de la interacción
adaptativa entre estas aves y los medios montañosos. Unas soluciones, por
cierto, que han funcionado aceptablemente bien si han traído a sus
protagonistas hasta el presente. Digo razonablemente bien porque la selección
natural no es una selección a dedo de los mejores. Es más bien un barrido
natural con eliminación de los peores de entre los disponibles de modo que al
final se quedan los “menos malos”. Esto dista mucho de la perfección y por
formas naturales de selección se generan, por tanto, soluciones operativas pero
imperfectas. Así es el proceso pasivo de la selección natural, de nombre
desafortunado al proceder por contagio de su pariente la selección artificial, en
el que sí se eligen las formas que queremos promover desde el principio: la
oreja larga, la pata corta o el pelo rizado.
Selección sexual
o ellas eligen
Sin
embargo, las formas y conductas que vemos en la biosfera también pueden ser
hijas de la selección sexual y, en este caso, no podemos llamarlas adaptaciones.
Son más bien “caprichos de la naturaleza”, dependientes de las preferencias del
sexo contrario. De hecho, los resultados del barrido natural y de la selección
sexual entran a menudo en conflicto. Véase, por ejemplo, el pato mancón tras la
época de cría. A toda prisa, cumplido el objetivo de la reproducción, el macho
de azulón se apresura a deshacerse de la costosa librea de su plumaje nupcial.
Se desprende de todas las plumas remeras al unísono y queda incapacitado para
el vuelo durante un tiempo. Todo para asemejarse en lo posible al plumaje pardo
de la hembra. Un plumaje de descanso, pues lucirse es costoso. Fabricar pigmentos
no es una actividad gratuita y llamar la atención de los depredadores con un
semáforo de colores tiene sus riesgos. Pero ellas (las patas) los prefieren así:
coloreados.
Subproductos o
rasgos neutros
Rizando
un poco más el rizo, resulta que muchas de las formas que encontramos ahí fuera
(o aquí dentro, en nuestro propio cuerpo) pueden parecer adaptaciones
funcionales sin serlo: son los llamados subproductos. He puesto muchas veces el
ejemplo de la mano humana (1). Nuestros cinco dedos no están ahí porque sean
una adaptación, ni tampoco porque ese sea el número preferido de las hembras
humanas. Tampoco son la solución menos mala de entre todas las posibles. Simplemente
procedemos de tetrápodos terrestres que tenían un número mayor de dedos y en un
momento dado de la evolución se vieron reducidos a cinco. Este rasgo quedó accidentalmente
fijado genéticamente con la funcionalidad del aparato reproductor masculino y
femenino, de manera que un individuo con más de cinco dedos dejó de ser
reproductivamente funcional y no pudo dejar descendencia. Sí es posible, sin
embargo, perder dedos. Así lo han hecho sin ir más lejos los caballos, que
cabalgan sobre un único dedo, el central, aunque los caballos con varios dedos que
aparecen de vez en cuando nos recuerdan que no siempre fue así (2). Y también
las aves. Así pues el número de dedos en nuestras manos es sólo un accidente
histórico.
Exaptaciones o
reutilice usted
Otras
muchas veces contemplamos rasgos para los cuales nos preguntamos su función
adaptativa presente, aunque la respuesta se halla en el pasado. No son
productos de la selección sexual ni tan siquiera subproductos accidentales. ¿Entonces,
qué son? Pues el resultado de una de las actividades favoritas de la evolución
para fabricar novedades: la reutilización. Esta sería la palabra más adecuada, mejor
incluso que reciclaje. Por reutilización la naturaleza no fabrica adaptaciones
sino exaptaciones. Exaptación es una manera como otra cualquiera de llamar a
aquellos rasgos (físicos o psíquicos) que fueron seleccionados por su utilidad
para desempeñar una función que favorecía la supervivencia y la reproducción en
el pasado (adaptación) o bien ninguna función en particular, pero que han
acabado desempeñando otro papel (ni mejor ni peor, sólo diferente) del original
(3). Darwin le llamaba “metamorfismo de función”. Sería el caso, nada menos, de
la consciencia humana. Creo que la consciencia humana ha seguido un camino
complejo pasando por diferentes fases, entre ellas la exaptación. Debió de surgir
como un mero accidente (subproducto) de la evolución de la inteligencia humana,
es decir, de nuestra particular corteza cerebral. Un resultado tan poco intencionado
como el montón de arena que generamos cuando excavamos un agujero en la playa.
Entre nosotros: ¿quién quería ese montoncito? Posteriormente la consciencia fue
exaptada al proporcionarnos un beneficio adaptativo inesperado al dotarnos de
mente simbólica. Tener una mente simbólica, una mente alucinada, que se inventa
el mundo a su antojo y que nos proporciona afán de superación y esperanza en el
futuro, es realmente apropiado cuando uno se enfrenta a periodos de cambio
crítico en el ambiente que nos rodea. Probablemente algo así sucedió hace unos
70.000 años. La mente alucinada nos
acabó regalando la supervivencia como especie tras estar a punto de desaparecer
en un cuello de botella genético. De aquellas pequeñas poblaciones humanas venimos
los 7.000 millones de almas humanas de hoy en día. ¡Ahí es nada el éxito del
pensamiento simbólico y la trascendencia! Como para subestimarlo. Pero la cosa
no acaba aquí. Decenas de miles de años después de aquel evento, esa misma mente
simbólica que nos convierte en seres espirituales, danzarines, músicos,
pintores, escultores y creyentes (creyentes en muchas cosas), es ahora más bien
una carga evolutiva. Al menos, en muchas ocasiones. Gran parte de nuestros
males, como el fanatismo religioso (donde incluyo el fervor deportivo y las
tendencias políticas radicales), se deben a ese rasgo de nuestro cerebro. Sin
duda, a veces sigue siendo bueno tener esperanza y afán de superación, pero esa
capacidad exacerbada nos puede llevar a comportamientos que todos estaríamos de
acuerdo en calificar como despreciables o incluso maladaptativos. No por insignificantes, sino por
indeseables para lo que nos gusta esperar de un ser humano.
Estocaptaciones
o me salvé por pura suerte
Una
vuelta más de tuerca nos llevaría a lo que recientemente he propuesto denominar
“estocaptaciones”, un híbrido entre lo estocástico (el azar) y la adaptación
(4). Con este concepto quería hacer reflexionar sobre aquellos rasgos que, aun
habiendo surgido como una adaptación en toda regla en ambientes locales del
pasado, han acabado sirviendo para la supervivencia a muy largo plazo de sus
portadores por pura suerte. Ahí están, por ejemplo, pruebas tan duras como las caídas
de meteoritos, las crisis volcánicas o los cambios radicales en la química
marina. Las estocaptaciones se dan a nivel de especie (no de individuo) y
pueden tanto diversificar a los supervivientes dando lugar a nuevos géneros,
familias y órdenes (mega-evolución), como acabar como características propias
de fósiles vivientes. Un buen ejemplo sería el del exoesqueleto de los
invertebrados marinos que acabó permitiendo la diversificación en tierra firme
de los artrópodos, aunque también es cierto que limitó la talla que podían
alcanzar. No es fácil ni económico andar fabricando una armadura cada vez más
voluminosa.
Regalos del
desarrollo
No
debemos olvidarnos de otro importante proceso generador de formas y conductas.
Las alteraciones de los ritmos del desarrollo embrionario (heterocronías
técnicamente) pueden transformar a las formas vivas de manera importante.
Muchos rasgos humanos (anatómicos y de conducta) y también de los bonobos (Pan paniscus) se explican por la
alteración relativa de los ritmos de desarrollo del soma en relación a la
madurez sexual. Los bonobos o las personas alcanzamos la madurez sexual siendo
todavía unos cachorros inmaduros y por tanto retenemos como adultos caracteres
propios de las crías de nuestros ancestros. Eso explica nuestra curiosidad y
nuestro amor por el juego. Estamos siempre descubriendo el mundo. Los chimpancés
(Pan troglodytes) por el contrario
serían algo así como la versión “adulta” de un bonobo. Eso explica probablemente el carácter menos agresivo y más empático de
los bonobos y su actitud sexual permanentemente adolescente frente al maduro
chimpancé de constitución mucho más poderosa y con un carácter que admite pocas
bromas (5). En sentido estricto los regalos del desarrollo no son adaptaciones
clásicas sino más bien revoluciones interiores que suceden en un momento temprano de nuestra ontogenia.
Epigenética o el
ambiente manda
En
este repaso a los mecanismos que generan la forma y funcionalidad de órganos y
conductas, la última frontera sería la epigenética. Hay rasgos que pueden
proporcionar ventajas adaptativas pero que no surgen por el tradicional proceso
de mutación azarosa y posterior selección. Es decir, no serían el resultado de
un proceso pasivo (de barrido) sino de un proceso pro-activo, que en realidad se
ajusta mejor a la idea intuitiva que todos tenemos de adaptación. En este
escenario, uno hace algo por adaptarse a los cambios ambientales. El proceso se
basaría en la influencia directa del ambiente sobre el ADN. No directamente
sobre el código (la secuencia de nucleótidos), sino marcando mediante
“etiquetas” (por ejemplo, grupos metilo) las proteínas histonas del ADN y
provocando con ello cambios fenotípicos que son parcialmente heredables y por
tanto susceptibles de posterior barrido. Pero ese barrido no actúa sobre una
variabilidad creada a ciegas, sino sobre una variabilidad dirigida. Dirigida
por el ambiente, claro. Detrás de ello están nada más y nada menos que los
elementos transponibles del genoma, de los que hablaremos en otro momento con
la atención que merecen.
¡Puf!
Complicado, ¿no? Todo lo que parecía homogénea adaptación se acaba dividiendo en muchos
asuntos diferentes. Es cierto que con ello introducimos ruido, pero es algo inevitable
para tratar de recoger y ordenar la complejidad de la naturaleza. La adaptación
es un hecho incuestionable pero es sólo una de las opciones disponibles en la
rica y vieja naturaleza. Tenía razón Stephen Jay Gould con lo de su famoso “paradigma
panglosiano” por medio del cual criticaba el abuso de la adaptación como
explicación de la forma y función. ¡No es oro todo lo que reluce! Y la misión
del naturalista, del detective ecológico, es precisamente esa: que no nos den
gato por liebre. Hay que estudiar cada caso con detenimiento, sin precipitarnos
en nuestras conclusiones. Parafraseando a Carlos Herrera, no hay soluciones
sencillas para problemas complejos.
Bibliografía
(1) Martínez-Abraín, A. (2010). Las
vitrinas del museo. Quercus, 298:
6-8.
(2) Martínez-Abraín, A. (2015). Diente de
gallina, cola de persona. Quercus, 353:
6-7.
(3) Gould, S.J. y Vrba, E.S.
(1982). Exaptation: a missing term in the science of form. Paleobiology, 8: 4-15.
(4) Martínez-Abraín, A. (2015).
Stoch-aptation: a new term in evolutionary biology and paleontology. Ideas in Ecology and Evolution, 8: 42-45.
(5) De Waal F. (2014). El bonobo y los diez
mandamientos. Tusquest editores, Barcelona.
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