miércoles, 23 de noviembre de 2016

Desde Darwin

Al observar un rasgo morfológico o una conducta, desde Darwin podemos preguntarnos por la función que puede tener. Si los ojos son grandes o pequeños, si las narices son chatas o alargadas, si las patas son gruesas o delgadas, si la pigmentación es clara u oscura, si la estructura es rígida o blanda… La pregunta que nos asalta es: y todo eso ¿por qué? ¿para qué? Pero debemos proceder con cautela.

En efecto la forma, el color, el tamaño y el comportamiento se originan muchas veces por medio de mutaciones azarosas seguidas de selección natural y son, por tanto, adaptaciones surgidas por micro-evolución en el seno de ecosistemas concretos (de estadios concretos de la sucesión de los ecosistemas para ser más precisos). La forma y costumbres de las currucas nacen en el seno de las primeras etapas de la sucesión de los bosques mediterráneos. Los hábitos trepadores del treparriscos o los nidos del avión roquero no evolucionaron en una playa o en una estepa abierta, sino que son el resultado de la interacción adaptativa entre estas aves y los medios montañosos. Unas soluciones, por cierto, que han funcionado aceptablemente bien si han traído a sus protagonistas hasta el presente. Digo razonablemente bien porque la selección natural no es una selección a dedo de los mejores. Es más bien un barrido natural con eliminación de los peores de entre los disponibles de modo que al final se quedan los “menos malos”. Esto dista mucho de la perfección y por formas naturales de selección se generan, por tanto, soluciones operativas pero imperfectas. Así es el proceso pasivo de la selección natural, de nombre desafortunado al proceder por contagio de su pariente la selección artificial, en el que sí se eligen las formas que queremos promover desde el principio: la oreja larga, la pata corta o el pelo rizado.

Selección sexual o ellas eligen
Sin embargo, las formas y conductas que vemos en la biosfera también pueden ser hijas de la selección sexual y, en este caso, no podemos llamarlas adaptaciones. Son más bien “caprichos de la naturaleza”, dependientes de las preferencias del sexo contrario. De hecho, los resultados del barrido natural y de la selección sexual entran a menudo en conflicto. Véase, por ejemplo, el pato mancón tras la época de cría. A toda prisa, cumplido el objetivo de la reproducción, el macho de azulón se apresura a deshacerse de la costosa librea de su plumaje nupcial. Se desprende de todas las plumas remeras al unísono y queda incapacitado para el vuelo durante un tiempo. Todo para asemejarse en lo posible al plumaje pardo de la hembra. Un plumaje de descanso, pues lucirse es costoso. Fabricar pigmentos no es una actividad gratuita y llamar la atención de los depredadores con un semáforo de colores tiene sus riesgos. Pero ellas (las patas) los prefieren así: coloreados.

Subproductos o rasgos neutros
Rizando un poco más el rizo, resulta que muchas de las formas que encontramos ahí fuera (o aquí dentro, en nuestro propio cuerpo) pueden parecer adaptaciones funcionales sin serlo: son los llamados subproductos. He puesto muchas veces el ejemplo de la mano humana (1). Nuestros cinco dedos no están ahí porque sean una adaptación, ni tampoco porque ese sea el número preferido de las hembras humanas. Tampoco son la solución menos mala de entre todas las posibles. Simplemente procedemos de tetrápodos terrestres que tenían un número mayor de dedos y en un momento dado de la evolución se vieron reducidos a cinco. Este rasgo quedó accidentalmente fijado genéticamente con la funcionalidad del aparato reproductor masculino y femenino, de manera que un individuo con más de cinco dedos dejó de ser reproductivamente funcional y no pudo dejar descendencia. Sí es posible, sin embargo, perder dedos. Así lo han hecho sin ir más lejos los caballos, que cabalgan sobre un único dedo, el central, aunque los caballos con varios dedos que aparecen de vez en cuando nos recuerdan que no siempre fue así (2). Y también las aves. Así pues el número de dedos en nuestras manos es sólo un accidente histórico.


Pito real (Picus viridis) posado en el suelo. ¿No es chocante que esta especie, con una anatomía ensamblada para vivir como depredadores verticales en el tronco de los árboles, haya descubierto los hormigueros como fuente de alimentación en el suelo? Se trata de una exaptación conductual que aprovecha la larga lengua evolucionada en realidad para extraer insectos de la corteza de los árboles (foto: Daniel Cara).

Exaptaciones o reutilice usted
Otras muchas veces contemplamos rasgos para los cuales nos preguntamos su función adaptativa presente, aunque la respuesta se halla en el pasado. No son productos de la selección sexual ni tan siquiera subproductos accidentales. ¿Entonces, qué son? Pues el resultado de una de las actividades favoritas de la evolución para fabricar novedades: la reutilización. Esta sería la palabra más adecuada, mejor incluso que reciclaje. Por reutilización la naturaleza no fabrica adaptaciones sino exaptaciones. Exaptación es una manera como otra cualquiera de llamar a aquellos rasgos (físicos o psíquicos) que fueron seleccionados por su utilidad para desempeñar una función que favorecía la supervivencia y la reproducción en el pasado (adaptación) o bien ninguna función en particular, pero que han acabado desempeñando otro papel (ni mejor ni peor, sólo diferente) del original (3). Darwin le llamaba “metamorfismo de función”. Sería el caso, nada menos, de la consciencia humana. Creo que la consciencia humana ha seguido un camino complejo pasando por diferentes fases, entre ellas la exaptación. Debió de surgir como un mero accidente (subproducto) de la evolución de la inteligencia humana, es decir, de nuestra particular corteza cerebral. Un resultado tan poco intencionado como el montón de arena que generamos cuando excavamos un agujero en la playa. Entre nosotros: ¿quién quería ese montoncito? Posteriormente la consciencia fue exaptada al proporcionarnos un beneficio adaptativo inesperado al dotarnos de mente simbólica. Tener una mente simbólica, una mente alucinada, que se inventa el mundo a su antojo y que nos proporciona afán de superación y esperanza en el futuro, es realmente apropiado cuando uno se enfrenta a periodos de cambio crítico en el ambiente que nos rodea. Probablemente algo así sucedió hace unos 70.000 años. La mente alucinada  nos acabó regalando la supervivencia como especie tras estar a punto de desaparecer en un cuello de botella genético. De aquellas pequeñas poblaciones humanas venimos los 7.000 millones de almas humanas de hoy en día. ¡Ahí es nada el éxito del pensamiento simbólico y la trascendencia! Como para subestimarlo. Pero la cosa no acaba aquí. Decenas de miles de años después de aquel evento, esa misma mente simbólica que nos convierte en seres espirituales, danzarines, músicos, pintores, escultores y creyentes (creyentes en muchas cosas), es ahora más bien una carga evolutiva. Al menos, en muchas ocasiones. Gran parte de nuestros males, como el fanatismo religioso (donde incluyo el fervor deportivo y las tendencias políticas radicales), se deben a ese rasgo de nuestro cerebro. Sin duda, a veces sigue siendo bueno tener esperanza y afán de superación, pero esa capacidad exacerbada nos puede llevar a comportamientos que todos estaríamos de acuerdo en calificar como despreciables o incluso maladaptativos. No por insignificantes, sino por indeseables para lo que nos gusta esperar de un ser humano.

Estocaptaciones o me salvé por pura suerte
Una vuelta más de tuerca nos llevaría a lo que recientemente he propuesto denominar “estocaptaciones”, un híbrido entre lo estocástico (el azar) y la adaptación (4). Con este concepto quería hacer reflexionar sobre aquellos rasgos que, aun habiendo surgido como una adaptación en toda regla en ambientes locales del pasado, han acabado sirviendo para la supervivencia a muy largo plazo de sus portadores por pura suerte. Ahí están, por ejemplo, pruebas tan duras como las caídas de meteoritos, las crisis volcánicas o los cambios radicales en la química marina. Las estocaptaciones se dan a nivel de especie (no de individuo) y pueden tanto diversificar a los supervivientes dando lugar a nuevos géneros, familias y órdenes (mega-evolución), como acabar como características propias de fósiles vivientes. Un buen ejemplo sería el del exoesqueleto de los invertebrados marinos que acabó permitiendo la diversificación en tierra firme de los artrópodos, aunque también es cierto que limitó la talla que podían alcanzar. No es fácil ni económico andar fabricando una armadura cada vez más voluminosa.

Regalos del desarrollo
No debemos olvidarnos de otro importante proceso generador de formas y conductas. Las alteraciones de los ritmos del desarrollo embrionario (heterocronías técnicamente) pueden transformar a las formas vivas de manera importante. Muchos rasgos humanos (anatómicos y de conducta) y también de los bonobos (Pan paniscus) se explican por la alteración relativa de los ritmos de desarrollo del soma en relación a la madurez sexual. Los bonobos o las personas alcanzamos la madurez sexual siendo todavía unos cachorros inmaduros y por tanto retenemos como adultos caracteres propios de las crías de nuestros ancestros. Eso explica nuestra curiosidad y nuestro amor por el juego. Estamos siempre descubriendo el mundo. Los chimpancés (Pan troglodytes) por el contrario serían algo así como la versión “adulta” de un bonobo. Eso explica probablemente el carácter menos agresivo y más empático de los bonobos y su actitud sexual permanentemente adolescente frente al maduro chimpancé de constitución mucho más poderosa y con un carácter que admite pocas bromas (5). En sentido estricto los regalos del desarrollo no son adaptaciones clásicas sino más bien revoluciones interiores que suceden en un momento temprano de nuestra ontogenia.

Epigenética o el ambiente manda
En este repaso a los mecanismos que generan la forma y funcionalidad de órganos y conductas, la última frontera sería la epigenética. Hay rasgos que pueden proporcionar ventajas adaptativas pero que no surgen por el tradicional proceso de mutación azarosa y posterior selección. Es decir, no serían el resultado de un proceso pasivo (de barrido) sino de un proceso pro-activo, que en realidad se ajusta mejor a la idea intuitiva que todos tenemos de adaptación. En este escenario, uno hace algo por adaptarse a los cambios ambientales. El proceso se basaría en la influencia directa del ambiente sobre el ADN. No directamente sobre el código (la secuencia de nucleótidos), sino marcando mediante “etiquetas” (por ejemplo, grupos metilo) las proteínas histonas del ADN y provocando con ello cambios fenotípicos que son parcialmente heredables y por tanto susceptibles de posterior barrido. Pero ese barrido no actúa sobre una variabilidad creada a ciegas, sino sobre una variabilidad dirigida. Dirigida por el ambiente, claro. Detrás de ello están nada más y nada menos que los elementos transponibles del genoma, de los que hablaremos en otro momento con la atención que merecen.

¡Puf! Complicado, ¿no? Todo lo que parecía homogénea adaptación se acaba dividiendo en muchos asuntos diferentes. Es cierto que con ello introducimos ruido, pero es algo inevitable para tratar de recoger y ordenar la complejidad de la naturaleza. La adaptación es un hecho incuestionable pero es sólo una de las opciones disponibles en la rica y vieja naturaleza. Tenía razón Stephen Jay Gould con lo de su famoso “paradigma panglosiano” por medio del cual criticaba el abuso de la adaptación como explicación de la forma y función. ¡No es oro todo lo que reluce! Y la misión del naturalista, del detective ecológico, es precisamente esa: que no nos den gato por liebre. Hay que estudiar cada caso con detenimiento, sin precipitarnos en nuestras conclusiones. Parafraseando a Carlos Herrera, no hay soluciones sencillas para problemas complejos.


Bibliografía

(1) Martínez-Abraín, A. (2010). Las vitrinas del museo. Quercus, 298: 6-8.
(2) Martínez-Abraín, A. (2015). Diente de gallina, cola de persona. Quercus, 353: 6-7.
(3) Gould, S.J. y Vrba, E.S. (1982). Exaptation: a missing term in the science of form. Paleobiology, 8: 4-15.
(4) Martínez-Abraín, A. (2015). Stoch-aptation: a new term in evolutionary biology and paleontology. Ideas in Ecology and Evolution, 8: 42-45.
(5) De Waal F. (2014). El bonobo y los diez mandamientos. Tusquest editores, Barcelona. 

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