sábado, 28 de enero de 2017

Anthrôpos

Salvo en las fábulas, está mal visto atribuir a los animales características humanas. Y con razón. Pocas cosas hay más detestables que disfrazar a un chimpancé y considerarlo un ser humano muy básico. Sin embargo, el miedo al antropomorfismo no debe ocultar lo mucho tenemos en común con el resto de los animales.

En realidad, todo sería mucho más correcto si las comparaciones fuesen al revés. Cuando un águila real alimenta con mimo a sus polluelos no deberíamos decir que parecen personas, sino justo lo contrario. ¡Los seres humanos nos parecemos a las águilas cuando alimentamos con mimo a nuestras crías! Las aves rapaces estaban en este planeta mucho antes que nosotros. El antropocentrismo, verlo todo desde el prisma humano, nos lleva a cometer el gran pecado del antropomorfismo, es decir,  pretender humanizar la naturaleza. Pero si lo miramos al revés, el antropomorfismo está revelando una información valiosa. Sucede por algo. Y ese algo es que, a fin de cuentas, no somos tan distintos como nos empeñamos en creer.

El pasado otoño, durante el veranillo de San Miguel, algunas aves se vieron confundidas en Galicia. Probablemente subieron los niveles en sangre de ciertas hormonas y tuve el placer de contemplar la parada nupcial de unos ratoneros comunes (Buteo buteo). Unas rapaces, por cierto, que han dado en llamarse “busardos ratoneros” porque los ingleses las llaman buzzards, un caso claro de anglocentrismo en ornitología. Todos sabemos que las paradas nupciales de las rapaces son espectaculares. La de los ratoneros me recordó a un adolescente haciendo cabriolas con la bicicleta delante de un grupo de chicas para demostrar su habilidad, coordinación, juventud y, en suma, su valía como pareja potencial. ¿Estaban los ratoneros jugando a adolescentes humanos? No. Todo lo contrario. El jovenzuelo de la bicicleta emulaba (porque ni siquiera llegaba a imitar) al ratonero en sus juegos aéreos. ¡Los ratoneros llegaron antes!

El comportamiento de una hembra de nutria con sus crías difiere poco del de una madre humana con sus hijos. La nutria puede ofrecer un pez a las crías con la misma insistencia que una madre persigue a sus hijos con el bocadillo en el parque. En ambos casos, los vástagos están más interesados en jugar que en comer. Esto no es antropomorfismo, sino un reflejo de la cercanía evolutiva entre ambos mamíferos. Foto del autor.
Hechos a retazos
Pero el orden de los factores no debe alterar el producto. Al pavonearnos (verbo que también se apoya en el comportamiento de un ave) nos parecemos a los ratoneros. Nos parecemos mucho. Eso es innegable y tiene una lógica aplastante. La lógica de la evolución. Si somos capaces de cambiar el matiz de nuestra observación y no colocarnos en el centro del mundo, verificar los parecidos entre nuestro comportamiento y el de la fauna puede llevarnos a una sensación estupenda de unidad con todas las formas vivas de la biosfera, incluidas las plantas, los hongos, las bacterias y los protistas.

Tenemos ojos cámara, como los del pulpo; nuestros pulmones proceden de los primeros peces pulmonados; brazos y piernas no son más que aletas modificadas; las uñas planas se las debemos a los primates, no a las garras del leopardo; los dientes son de pez, mientras que la cabeza, separada del tronco, es de anfibio; dos de los huesecillos del oído medio proceden de la mandíbula de los reptiles; el pelo tiene el mismo origen que las escamas de los reptiles o las plumas de las aves… Y así podríamos seguir deconstruyendo el cuerpo humano pieza por pieza y trazando su origen en el pasado.

Pocas cosas hay que nos hagan singularmente humanos. Aparte de por tener un cerebro más complejo, de los demás primates nos distinguimos por rasgos menores, como la capacidad de correr (una ventaja del bipedismo), el crecimiento continuo del pelo (las peluquerías son un invento genuinamente humano o por lanzar objetos con gran tino (como los famosos honderos de las Baleares, que las legiones romanas se rifaban). También hay diferencias más sustanciales, como el hecho de tener adolescencia y menopausia. El hecho de no prolongar la ovulación a partir de cierta edad es una característica humana aparentemente contraria al deseo de aumentar nuestra eficacia biológica, aunque en el fondo no sea así.

Diferentes formas de cultura
Pero, de todas nuestras características, la más relevante es sin duda la posesión de una mente simbólica. Fabricamos símbolos. Nuestra vida está llena de ellos: el dinero, las empresas, los cargos, los dioses, las banderas... No creo que las fronteras sean símbolos, pues existen en la naturaleza y los animales las entienden muy bien. Las fronteras son más bien realidades. La mente simbólica inventó la música, la danza, la pintura y la escultura. Las bellas artes. Eso sí es genuinamente humano. Pero no debemos confundir estos logros con el hecho de que los animales tengan o no cultura.

Como nos recuerda Frans de Waal, la cultura es todo aquello que adquirimos en el curso de nuestras vidas, en oposición a lo innato o heredado que forma parte del software genético con el que nacemos (1). Desde esta perspectiva, existen aplastantes evidencias de cultura en el mundo animal no humano. Por ejemplo, las aves tienen diferentes dialectos según las regiones geográficas, las estrategias de alimentación pasan de padres a hijos en las especies sociales y son capaces de innovar en el uso de herramientas, lo que luego se transmite rápidamente por imitación.

La cultura ocupa un lugar muy importante en la vida de los animales, que distan mucho de ser meros autómatas dirigidos por un programa codificado. Casi todo lo que hacemos, nosotros o el resto de los animales, es el resultado de una interacción entre lo innato y lo aprendido. No es enteramente una cosa ni la otra. Mamamos de manera innata sí, pero unos bebés pueden aprender a mamar mejor que otros con la ayuda cultural de las madres. Buena prueba de la importancia de la cultura, del aprendizaje, es el habitual fracaso de los proyectos de reintroducción en los que no se enseña a los animales liberados a buscar e identificar aquello que les puede servir de alimento o a defenderse de los depredadores (2).

Destino compartido
Todo lo anterior me lleva a pensar en el dilema de la naturaleza humana. Algunas veces he escrito sobre este asunto, con toda naturalidad o atrevimiento, en las páginas de Quercus (3). Pero soy consciente de que lo he hecho desoyendo la tendencia más común dentro de la filosofía, que consiste en pensar que la naturaleza humana no existe, porque supuestamente disfrutamos de libre albedrío y lo natural es sólo para los demás animales. Esta dicotomía, que se remonta por lo menos a Descartes, ha hecho mucho daño a la biosfera. Nos separa de ella e impide que veamos el bosque, el mar o sus habitantes como un continuo con nosotros o viceversa. Una de las mejores cosas a las que podemos aspirar en esta vida es a integrar esa unidad en nuestra cosmovisión. Integrarla hasta sentirla (4).

No esperaría ver a un calamar preocupado por escribir un libro, ni a una quisquilla apesadumbrada con sus creencias en el más allá. Pero nada de eso representa un abismo insondable. Es simplemente un salto cuantitativo. Como le decía Huxley a Darwin: la naturaleza sí da saltos, no hay por qué esconderlos. Saltos como el cambio de fase del agua a partir del punto de congelación o de ebullición. Pero, fuera de ese mundo simbólico de nuestras mentes, la realidad biológica de un tejón y de una persona son condenadamente similares. Similares aspiraciones vitales (comer, sobrevivir, reproducirse, no pasar frío, dormir bien) y similares miedos reptilianos. Es reconfortante ver el mundo de esa manera integradora y, desde luego, se siente uno mucho más acompañado, como ya comentábamos en el Detective del mes pasado (5).

Agradecimientos
Marta Vila y José Manuel Igual comentaron un borrador de este artículo. Admiro el tino de Marta para encontrar siempre la bibliografía más relevante sobre cualquier tema. 

Bibliografía

(1) De Waal, F. (2001). The ape and the sushi master: cultural reflections of a primatologist. Basic Books. New York.
(2) Heezik, Y. y otros autores (1999). Helping reintroduced houbara bustards avoid predation: effective anti-predator training and the predictive value of pre-released behaviour. Animal Conservation, 2: 155-163.
(3) Martínez-Abraín, A. (2008). La naturaleza… humana. Quercus, 274: 6-7.
(4) Lorenz, K. (1993). El anillo del rey salomón: hablaba con las bestias, los peces y los pájaros. Labor. Barcelona.
(5) Martínez-Abraín, A. (2016). Lleno de gente. Quercus 370: 6-7. 

2 comentarios:

  1. jajaja, gracias por el comentario, pero el merito no es mio sino de san google!

    ResponderEliminar
  2. Bueno, el mérito es de la interacción entre tu y San Google jajaja!!!

    ResponderEliminar