Esta vez no voy
a hablar de gaviotas, nutrias, plantas, bacterias, osos o insectos. Intentaré
explicar por qué en la era más avanzada de la medicina contraemos enfermedades
que antaño eran raras. Seguiremos el lema del templo de Apolo en Delfos: “conócete
a ti mismo”.
Desde
el descubrimiento de los antibióticos tenemos a las enfermedades infecciosas contra
las cuerdas. Unas enfermedades que contrajimos durante la revolución neolítica,
a raíz de nuestra estrecha convivencia con el ganado en nuestras casas. Pero algunas
de esas enfermedades infecciosas, que ya dábamos por extintas, están recuperando
protagonismo. En parte debido al actual movimiento anti-vacunación, que no sólo
tiene los pies de barro sino que podríamos considerar insolidario e
irresponsable. Hemos de mantener a raya a las pocas bacterias que nos causan
problemas, porque se reproducen a mucha velocidad y evolucionan a un ritmo
endiablado generando resistencia a los antibióticos, en parte porque
intercambian material genético de forma horizontal. No queda más remedio que
jugar con ellas al gato y al ratón, desarrollar nuevos y más eficaces
antibióticos para que, a fuerza de correr ambos a la misma velocidad, nos
quedemos como estamos, como la Reina Roja de “Alicia a través del espejo”. Hay
que dar por hecho que los nuevos medicamentos sólo servirán durante unos pocos
años y que ese periodo de tiempo será más corto cuanto peor uso hagamos de
ellos durante el tratamiento de nuestras infecciones.
Hasta
aquí, nada nuevo: controlamos bastante bien las enfermedades infecciosas. La
consecuencia más importante ha sido que la esperanza de vida al nacer de
nuestra especie ha aumentado mucho por ello. Antes también había gente que
llegaba a los 90 años, pero ahora la mayoría tiene casi garantizado vivir hasta
una edad muy avanzada al haber superado a los microbios. Pero nada sale gratis
en esta vida. Vivir más implica padecer nuevas enfermedades. Veamos. La razón
es que muchos genes que nos mantienen en buena forma hasta la edad reproductora
dejan de ejercer su papel benéfico tras esa edad. Los genes que nos protegían
en la juventud se relajan a edades avanzadas y con ello llega el deterioro
celular, derivando en el mal funcionamiento de tejidos y órganos. Es decir, en
el pasado la mayoría de las personas moría de otras causas (como accidentes o
enfermedades infecciosas) antes de que esos efectos negativos de los genes
llegasen a manifestarse, pero ahora… ¡¡¡llegamos vivos hasta el momento tardío de nuestras vidas hasta el que
la selección natural había empujado su manifestación!!! Sólo las células
cancerígenas han descubierto la manera de librarse de ese problema y lo logran
haciéndose inmortales. Domestican o
esclavizan la telomerasa, el enzima que reteje la porción de los telómeros (tapones
situados en el extremo de los cromosomas) que se desgastan con cada división
celular. Así que, salvo accidente, o envejecemos o morimos de cáncer. Esas son
las dos opciones que tenemos actualmente y están relacionadas como las dos
caras de una moneda.
Desacoplados
Pero
el cáncer no sólo depende de ese traicionero doble efecto de los genes con la
edad. Los modos de vida actuales también contribuyen a generarlo, digamos antes
de que él se manifieste por sí mismo. Pensemos, antes de nada, que el genoma
humano apenas ha cambiado en los últimos 100.000 años. Nuestros genes son de la
Edad de Piedra, mientras que nuestro modo de vida es de la Era Espacial (1).
Seguimos teniendo la biología del ser humano del Pleistoceno, pero la vida ha
cambiado enormemente a nuestro alrededor. El cáncer de mama, sin ir más lejos,
parece estar relacionado con el estrés hormonal al que está sujeta una mujer
del siglo XXI, que pasa a lo largo de su vida por muchos más ciclos menstruales
que una mujer del Paleolítico. Y no sólo eso, en este tipo de cáncer también
influyen factores ambientales como la iluminación nocturna, que altera las
horas que dedicaríamos al descanso natural.
Nuestros ritmos
biológicos y culturales están completamente desacoplados.
Otros
ejemplos notables de enfermedades debidas al modo de vida actual son las
generadas por el exceso de sal, azúcares rápidos, grasas saturadas o alcohol.
El cuerpo humano siente apetencia por esas sustancias debido a distintos motivos
históricos, pero ahora las tenemos disponibles ad libitum y ambos factores combinados (apetencia y disponibilidad
sin límites) forman un cóctel explosivo. Veamos, por ejemplo, el caso de las
grasas. Nuestro metabolismo evolucionó para ser ahorrativo. Los periodos de
hambre eran cosa habitual y las personas que tenían una capacidad innata para
almacenar grasas se vieron favorecidas. Somos una rareza entre los mamíferos
porque acumulamos grasa subcutánea, como los mamíferos marinos. Aquellos
antepasados sobrevivieron, se reprodujeron más y nosotros somos sus
descendientes. Si a esa predisposición fisiológica se añade la abundante y
barata comida basura de hoy en día, ya tenemos explicado el alto porcentaje de
niños obsesos que hay en la actualidad. Sobre todo si la dieta rica en ácidos
grasos saturados coincide con una vida sedentaria que no proporciona el
suficiente ejercicio para quemar las calorías ingeridas.
Con
el azúcar ocurre lo mismo. La apetencia por el azúcar viene de nuestro largo
pasado frugívoro, que puede remontarse hasta los felices tiempos de aquellos
ancestros que vivían en las selvas lluviosas del Plioceno. Si en lugar de
saciar esa apetencia con las frutas ingerimos azúcares de rápida asimilación,
ubicuos en los alimentos elaborados, habremos garantizado los problemas de
obesidad y las altas tasas de diabetes de tipo II. Recordemos que una simple
lata de refresco lleva camufladas unas nueve cucharadas de azúcar.
Los
mismos razonamientos pueden aplicarse al consumo excesivo de alcohol. Nuestra
relación con el alcohol también se remonta al pasado frugívoro, cuando comíamos
fruta algo pasada de maduración en el suelo del bosque. De hecho, el nombre
científico del madroño, Arbutus unedo,
alude a la recomendación tradicional de comer un solo fruto debido al riesgo de
borrachera. De la que tampoco se libran osos y monos si ingieren frutos en estado
de fermentación alcohólica.
Lo
de la sal es aún más complicado. Parece que los problemas de hipertensión son
más comunes en América entre la población de origen africano y eso podría
explicarse por algún proceso selectivo del pasado. En este caso, por las
penosas condiciones de transporte de esclavos hasta el Nuevo Mundo, que acabó
seleccionando a aquellos que retenían mejor las sales. Una vez más, lo que fue
ventajoso en el pasado se convierte ahora en una maldición. La sal es vital
para mantener las bombas de sodio-potasio en la membrana de nuestras células,
pero en cantidades pequeñas.
Otros agentes de
selección
Otros
agentes selectores del pasado han sido la malaria, la peste bubónica, los
periodos de frío glacial o la escasez de sol (2). Todos ellos explican por qué
padecemos ahora ciertas enfermedades y la razón es siempre la misma: los genes
que ahora las causan nos vinieron bien antes. Las circunstancias han cambiado,
pero no los genes. Los europeos del sur tienden a ser peludos como mecanismo de
defensa ante la picadura de los mosquitos que transmiten el paludismo,
enfermedad que también explica la alta propensión a la anemia falciforme en los
países ribereños del Mediterráneo. En estado heterocigótico, los portadores del
alelo recesivo están dotados de protección contra esta enfermedad parasitaria y
sólo la padecen los que portan el alelo recesivo en estado homocigótico. El mal
de unos es en beneficio de la mayoría y la enfermedad se mantiene en el tiempo
(3). La prevención de la malaria está también relacionada con el fabismo o tendencia
a generar excesivos gases tras la ingesta de habas.
La
plaga de peste bubónica europea del siglo XIV explica que hoy haya gente que muera
oxidada a una edad avanzada, a causa de un exceso de hierro en su organismo. Una
enfermedad que recibe el nombre de hemocromatosis. Los que padecían esta condición hereditaria acumulaban poco hierro en su organismo hasta cierta edad (la edad media a la reproducción en el siglo XIV) con lo cual fastidiaban a las bacterias que sin hierro lo pasan mal (un caso más de fusión entre gea y bio del que ya hablamos
hace algún tiempo) (4). Finalmente los individuos conseguían reproducirse y pasar sus genes a la siguiente generación pero si seguían viviendo después de eso empezaban a acumular hierro en su organismo experimentando daños en el hígado, corazón, diabetes, artritis, infertilidad, daños psiquiátricos o incluso cáncer (2). Una estrategia de pan para hoy y hambre para mañana que se ha preservado en nuestro genoma porque nos permitía llegar vivos a la edad reproductora.
Precisamente
el hierro me lleva a otro asunto de interés biológico protagonizado por la
clara del huevo. Esta membrana protectora de la célula (o sea, de la yema)
tiene proteínas quelantes, capaces de secuestrar el hierro. Así es como los
embriones del mundo aviar evitan las infecciones bacterianas. No es raro, por
tanto, que la gente usase la clara de huevo para desinfectar las heridas. Esta
vez no de trata de uno de esos muchos mitos que hemos creado (5). La anemia que
acompaña al embarazo bien puede ser por tanto un mecanismo del cuerpo humano
para defenderse de la infección bacteriana en un momento crítico del desarrollo
embrionario y el aporte extra de hierro podría causar más perjuicio que beneficio.
Unos mínimos de hierro son necesarios, pero una alimentación adecuada (por
ejemplo dejando a un lado las sustancias como los lácteos, el café o el té,
que impiden la absorción del hierro), debería bastar para evitar problemas de
excesiva escasez. Pero pecar de exceso no mejoraría las cosas, como casi
siempre.
Bibliografía
(1) Campillo Álvarez, J.E. (2010). Teoría
de la evolución en la obesidad y la diabetes. En Teoría de la evolución en medicina, 67-81. J. Sanjuán (ed.). Editorial Médica Panamericana. Buenos Aires.
(2) Moalem, S y Prince, J. (2007).
La
ley del más débil. Ariel.
(3) Merino, S. (2013). Diseñados por la enfermedad: el papel del parasitismo en la evolución
de los seres vivos. Editorial Síntesis. Madrid.
(4) Martínez-Abraín, A. (2014). Geo-Bio: la
síntesis olvidada. Quercus, 338: 6-8.
(5) Martínez-Abraín, A. (2016). Cuentos de
marmitas, gigantes y pilancones. Quercus,
361: 6-7.
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