En las antiguas religiones
se ofrecían sacrificios a los dioses para aplacar su ira o conseguir favores.
Quizá sea una propiedad de nuestro cerebro buscar un culpable, aunque sea
inventado, para resolver conflictos y pasar página. En cualquier caso, buena
parte de la fauna silvestre se ha convertido en el chivo expiatorio de unos problemas
que tienen otras causas.
Durante
un viaje a Grecia en 2011 visité el Parque Nacional de Alónnisos, situado en
las islas Espóradas del Norte, en el mar Egeo. Además de ser la mayor superficie
marina protegida de Europa, cuenta entre sus principales valores con una población
reproductora de foca monje que se refugia en las múltiples cuevas de los
islotes. También me sorprendió mucho que, incluso hoy en día, se siguieran
matando focas monje a tiros desde las embarcaciones de pesca. Pensaba que eso
era ya cosa del pasado. Pero, cuando indagué más a fondo, descubrí que se
culpaba a las focas de los problemas económicos de los pescadores locales.
Es
un hecho que las focas son inteligentes y consiguen comida gracias a los
descartes pesqueros, cuando no roban directamente peces de las redes caladas.
Pero de ahí a que sean las principales responsables de la penuria de los
pescadores hay un salto muy grande. Un salto imaginario y equivocado. Las focas
son simplemente un cómodo chivo expiatorio para sacudirse problemas mucho mayores,
como la excesiva presión pesquera. Por ejemplo, en Grecia se ha pescado con
dinamita hasta hace bien poco, al igual que en otros muchos países del
Mediterráneo oriental como Túnez o Argelia. Los pescadores están atrapados en un
bucle del que no saben salir.
A
mí, estando allí, se me ocurrió una posible alternativa basada en aquello de “si
no puedes con el enemigo, únete a él”. La pesca podría reconvertirse
parcialmente en una actividad turística para que los amantes de las focas vean
cómo se alimentan en las redes. De ese modo las pérdidas se verían más que
compensadas. ¿Una quimera? Pues no tanto. En España ya es legal admitir
turistas en algunos pesqueros para que presencien el izado de un copo de
sardinas o la captura de atunes en almadrabas. Resulta
muy cómodo echarle la culpa de nuestros problemas a cualquier animal, porque no
puede defenderse de las acusaciones. Algo parecido pasa con los jabalíes: a
pesar de su exitosa recuperación, dudo mucho que sean los causantes de todos
los males de la agricultura, seguramente mucho más relacionados con cuestiones de
geopolítica internacional y de abandono del mundo rural.
Sospecho
que esas incorrectas asociaciones entre fauna y conflictos humanos se deben, en
buena medida, a que nos hemos acostumbrado a unos paisajes donde escasean los
animales. Cualquier recuperación que apreciemos nos parece ahora una amenaza,
una plaga. Los jabalíes, sin ir más lejos, debían formar manadas de cientos de
individuos en el Pleistoceno.
Lobos y
ganadería
Otro
caso similar y cercano es el de los lobos. No puede negarse que a veces subsisten
gracias a potrillos, terneras, ovejas y cabras. Aunque no siempre, ya que en
Castilla y León consumen también ciervos, corzos, jabalíes e incluso topillos y
conejos cuando se adentran en los campos de cereal. Tampoco sería honesto ocultar
que, cuando se lo ponen fácil, tienen el hábito de matar más de lo que van a
comer. En una entrega ya lejana de esta sección propuse que tal conducta se
debía a la carga evolutiva que arrastran consigo desde el Pleistoceno, cuando las
comunidades de grandes carnívoros no estaban formadas sólo por lobos, sino por
muchos otros potenciales competidores (1). En cualquier caso, el lobo causa muchas menos
pérdidas económicas, o lucro cesante, que otros factores más difíciles de controlar
por parte de los ganaderos afectados, como las políticas agrarias de la Unión
Europea. El lobo, como la foca monje en Grecia, es sólo la gota que colma el
vaso. Es fácil volverse contra él y usarlo como chivo expiatorio. También se ha
instrumentalizado como argumento de la demagogia política para ganar votos
contaminando la frágil opinión pública. Ya sabemos lo fácil que es movilizar masas
humanas en torno a un lema común. Está en nuestros genes.
Tejones y vacas
En
el Reino Unido e Irlanda, los tejones se han convertido asimismo en chivos
expiatorios. Se les considera vectores de la tuberculosis bovina y son eliminados
por millares. El problema, sin embargo, está más enraizado en el propio manejo
del ganado, algo que nada tiene que ver con los pobres tejones. Buena prueba de
ello es que no hay tuberculosis bovina en Escocia, donde no se han hecho
descastes de esta especie, y sí está presente, sin embargo, en la isla de Man,
donde nunca hubo tejones. Las causas pueden ser poco evidentes, como un bajón
en las defensas del ganado debido al estrés o a una peor alimentación, así que
es mucho más fácil echarles la culpa. Un típico proceso de causa y efecto con
planteamientos equivocados: las vacas mueren por tuberculosis, los tejones son
portadores de la tuberculosis, luego los tejones son la causa del problema. Sin
más comprobaciones. Esta
misma confusión hace que las especies exóticas e invasoras carguen con diferentes
sambenitos que no siempre les corresponden. Quizá simplemente porque su llegada
y proliferación coincidió en el tiempo con el declive de una especie nativa
debido a terceras causas.
Gorriones y
agricultura
Otro
chivo expiatorio de libro se dio cuando intentaron erradicar los gorriones en China. Entre
1958 y 1962, Mao Zedong promovió la campaña Mata
un Gorrión como parte de un plan más ambicioso para acabar con los
supuestos enemigos de la agricultura, a saber: ratas, mosquitos, moscas y gorriones.
Pero, lejos de mejorar la situación de los cultivos, lo único que hizo fue
empeorarla, ya que los gorriones que vivían en los arrozales no sólo comían grano,
sino también una importante cantidad de insectos. Aquel episodio se saldó con
una gran hambruna que mató entre 20 y 45 millones de personas. Los
gorriones, por cierto, sobrevivieron tras refugiarse en los jardines de ciertas
embajadas europeas que se negaron a colaborar en el exterminio. Así que el gran
salto adelante de Mao fue en realidad un gran salto atrás debido a un diagnóstico
equivocado del enemigo.
Cigüeñas y
especies cinegéticas
En
España, las cigüeñas blancas han sido uno de los chivos expiatorios más
recientes. Algunos colectivos de ganaderos y cazadores asocian la recuperación
de la cigüeña con la escasez de aláudidos, liebres, perdices y codornices. Como
las ven depredar huevos y crías de esas
especies, establecen rápidamente una relación de causa y efecto. Las cigüeñas
comen perdices, las perdices van para abajo mientras que las cigüeñas van para
arriba, luego las cigüeñas son responsables del declive de las perdices. Una
asociación demasiado simple, pues ignora las consecuencias del abandono del
campo en las últimas seis o siete décadas, capaz de poner en jaque a cualquier
especie de los espacios abiertos. Tampoco considera el papel que han podido
jugar las sequías del Sahel en ciertas aves migradoras, como codornices y
tórtolas, ni culpa a la caza de influir en el declive de unos animales tan propios
del campo abierto. Pero
el responsable no es la caza, ni tampoco el aumento de las cigüeñas, sino un
agente mucho más poderoso y que actúa de forma silenciosa: la pérdida de
hábitat. Los depredadores sólo causan declives en sus presas cuando ya están
contra las cuerdas por un tercer motivo. Es el denominado “pozo del
depredador”. Una hipotética reducción forzosa de cigüeñas sólo empeoraría el
actual estado de la agricultura, ya que actúan como eficaces controladoras de plagas.
Abejarucos y
apicultura
Un
odio que parecía superado es el de algunos apicultores hacia los abejarucos. Otro
colectivo en apuros por muchísimas razones que busca un culpable, concreto y
tangible, de todas sus frustraciones económicas. Si las abejas melíferas viven ahora
más felices en las ciudades y liban contentas en parques urbanos libres de plaguicidas,
parece claro que el papel que jugaron los abejarucos en su crisis debe ser
despreciable. Pero siempre hace falta un culpable, alguien a quien achacar los
daños de causas mucho más complejas, múltiples y difusas.
En
ecología cada vez tiene más peso la idea de que los depredadores no regulan grandemente
las poblaciones de sus presas, sobre todo aquellos que no están especializados
en una sola presa. Más bien contribuyen a mantenerlas en buen estado cuando
eliminan a los individuos débiles o enfermos. De modo que la ausencia de
abejarucos bien podría representar un problema añadido para los colmeneros.
Aparte de eso, si depredan masivamente sobre las abejas quizá se deba al mal
estado generalizado de alguna colmena, repleta de presas fáciles de cazar. Y ya
que hablamos de himenópteros haríamos bien en cuidar a los abejeros europeos
ahora que doña Vespa velutina nos
invade por doquier.
In dubio pro reo
Todo
es siempre mucho más complejo de lo que parece a primera vista (2, 3). Antes de
condenar a alguien, hay que asegurarse de que es el verdadero culpable y para
eso las intuiciones y primeras impresiones suelen ser malas consejeras (4).
Además, tales problemas tienen soluciones técnicas que no pasan por la
primitiva idea del exterminio. Hay que dar con la tecla y para eso hace falta
pensar y experimentar. Y darse tiempo.
Si
finalmente damos con la clave pero no puede ponerse en práctica, arremeter
contra una especie inocente es del todo inmoral. Una prevaricación. Los
políticos sucumben con frecuencia a las protestas ciudadanas mal informadas,
una debilidad comprensible pero no justificable. La solución pasa por tener
ganas de resolver los problemas reales de ganaderos, agricultores y
apicultores. Y con ello de la naturaleza. Y no digo todo esto como panfleto,
como mantra, sino que realmente creo que todo lo que he contado es objetivamente
cierto y que evitar caer en esas trampas de la acusación indebida requiere
sacar a relucir lo mejor del ser humano.
Bibliografía
(1)
Martínez-Abraín, A. (2013). Todo
para mí. Quercus, 328: 6-7.
(2)
Martínez-Abraín, A. (2008). Las
apariencias engañan. Quercus, 268: 6-7.
(3)
Herrera, C. (2007). Cada problema
complejo tiene siempre una solución sencilla, que generalmente es errónea. Quercus, 251: 10-11.
(4)
Martínez-Abraín, A. (2012). La
intuición derrotada. Quercus, 320:
6-8.
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